viernes, 10 de febrero de 2017

San Juan Eudes en el mundo de los símbolos

El hombre es animal de símbolos, su vida está llena de signos y de símbolos. Es decir, esas formas originales pero válidas y extraordinariamente expresivas de lenguaje, que trascienden toda otra palabra hablada o escrita. Por eso, ayudan a percibir y a comunicar lo que no es posible captar y traducir o expresar de otro modo. 

Del signo -y, particularmente, del símbolo- se puede afirmar lo que Vicente Huidrobo afirmaba del verso: que es una «llave que abre mil puertas». Porque puede suscitar, despertar y ofrecer incontables sugerencias y vivencias. Cuando ofrecemos una flor, por ejemplo, no es su materialidad lo que importa sino lo que con ella queremos expresar: amor, cariño, gratitud... Cuando encendemos una vela ante una imagen, tampoco son la llama o la cera derretida lo valioso, sino la fe que así queremos manifestar.
El signo y el símbolo no sólo son muy expresivos sino que constituyen un lenguaje verdaderamente univer­sal, que cualquiera puede entender; son como «palabras naturales de todas las gentes», afirmaba san Agustín[1]. Lo definió muy bien la Comisión Bíblica Pontificia:
«El lenguaje simbólico permite expresar zonas de la experiencia religiosa que no son accesibles al razonamiento puramente conceptual, pero que tienen un valor para las cuestiones de verdad»[2].
Y ello porque, como es ya bien reconocido, sólo el "lenguaje simbólico" es capaz de aproximarse y adecuarse referencialmente al mundo de lo sagrado e inefable, merced a la típica dialéctica por la que viene definido todo lenguaje simbólico: el símbolo transforma los objetos en otra cosa distinta de como aparecen a una primera visión profana; traspasa las fronteras concretas de lo de abajo para, en su más exacto límite, hacerlo contactar con lo supremo; reúne las múltiples zonas de la realidad confiriéndoles una cierta unidad fundamental y de orden superior[3].
El símbolo es, pues, el lenguaje de la evocación y de la excedencia. Proyecta hacia lo más profundo y recóndito, hacia lo más trascendente de la realidad: un sistema de indirecto pero verdadero conocimiento, en el que lo significante y lo significado tratan de hacer desaparecer esta cierta dicotomía o "corte" entre la dimensión más honda y esa otra. más patente. de la realidad[4]. Más que de explicación conceptualizadora, el símbolo es un modelo de implicación existencial: proyecta hacia una relación total y una participación más plenaria en lo real.
De ahí la razón del símbolo religioso. Eliade diría que, además de revelar múltiples significados estructurales coherentes, el símbolo religioso integra las realidades heterogéneas dentro de un "sistema". Por eso tiene más de implicación que de explicación. O, si se quiere, es un modo de explicación que implica. Y lo hace proyectando el espíritu hacia una más honda relación y participación en lo real.
Concretamente, la simbolización religiosa vincula o emparienta con lo sagrado, religa cohesiva, unificada y amorosamente con esa proto‑realidad significada por lo numinoso, frente a la cual la existencia humana no puede menos que saberse comprometida, como confiesa M. Eliade[5].
Sin lugar a dudas, san Juan Eudes fue un hombre especialmente hábil en este uso de los símbolos. Bastaría con recordar el del corazón, del que estamos hablando.

El gran símbolo humano
Ahora bien, ningún signo y ningún símbolo humano es más universal y expresivo que el corazón. Cuando queremos hablar del «centro» de algo o de alguien, empleamos la palabra corazón. Cuando intentamos expresar el amor más profundo y más intenso, decimos: «con todo el corazón». En el lenguaje cotidiano amor y corazón se han hecho casi sinónimos.
Según la Biblia la palabra “corazón” -que aparece 858 veces en los textos del A.T. y 148 veces en el N.T.- expresa el núcleo vivo de la persona y, desde allí, representa a la persona misma, toda entera, pero contemplada en su máxima interioridad[6]. Remite al centro de toda la vida psíquica y moral del hombre, al eje en torno al cual gira todo lo que es y todo lo que hace, a la raíz misma de la personalidad, al hontanar más hondo de la vida, al centro ordenador de la existencia, a la fuente viva del pensar, del querer y del amar. Sobre todo a esto último, pues el núcleo vivo de la persona, su urdimbre, su entramado más profundo, su tejido primordial, es la capacidad y necesidad de amar y de ser amado, aspectos todos que recoge la simbólica del corazón.
En tal sentido, el corazón se convierte en sumario de la persona pero asumida desde el núcleo de su interioridad. Ninguna otra palabra puede describir con mayor riqueza y elasticidad la interioridad del hombre; por eso es el lugar donde Dios habita, donde Dios vive, actúa y se comunica, donde el Espíritu Santo realiza sus operaciones más secretas y profundas.
No debe sorprendernos, entonces, que la palabra corazón sea un vocablo primordial en todos los idiomas: una de esas palabras que merecen la calificación de «primeras» y de «mayores» en el lenguaje universal y, por lo mismo, en todas las relacio­nes humanas; una de esas palabras originarias que, como anota K. Rahner, en el lenguaje humano «sirven de conjuro», pues son capaces de unirlo y condensarlo todo[7]. Al preguntarse cuál sería, en la teología y en la espirituali­dad cristianas, esa palabra originaria, Rahner se responde:
«No hay ninguna otra. No se ha pronunciado ninguna otra palabra que la de Corazón de Jesús»[8].
En pocas palabras, el símbolo  del corazón es bueno porque nace de la propia vida y es válido porque sintoniza bien con la entraña misma del mensaje cristiano que es el amor. Lo que en definitiva constituye su valor simbólico es que se presta para expresar las profundidades misteriosas de esa «interioridad mutua» que es la lógica propia del amor y, más aun, la de la vida divina, puesto que Dios es amor.
Y es lo que Juan Eudes lo ha sabido compendiar y expresar tan claramente en su doctrina sobre los corazones de Jesús y de María. Como lo iremos viendo posteriormente.



[1] SAN AGUSTIN, Confesiones, 1, 8, 13.
[2] Comisiòn Bíblica Pontificia, L'interpretation de la Bible dan l'Eglise, Roma, Libreria Editrice Vaticana, 1993, p. 54.
[3] Ver F. Boasso, El misterio del hombre, Buenos Aires 1965, 88.
[4] Ver G. Durand., De la mitocrítica al mitoanálisis, Barcelona 1993, 18
[5] M. Eliade, Iniciaciones m¿sticas, Madrid 1986, 134. No deJa de ser sorprendente comprobar cómo Jung desde la psicologia profunda, llega a Las mismas conclustones, en el orden subjetivo. El s¿mbolo tiene un carácter "totalizador": com‑prende lo consciente y lo inconsc~ente, el future y el pasado, y Los un~fica en un presente actflahzado. Se impone de golpe con una mistenosa fasc~nac~on, hiriendo todas Las esferas del esp~ritu (ver C.G. Jung, El hambre y sus s¿mbolos, Barcelona 1977).
[6] Cf. ALONSO, Severino M., 
[7] K RAHNER, Devoción al Corazón de Jesús, en Escritos de Teología» Madrid, 1967, t. Vll, p. 519.
[8]  K. RAHNER, ib., p. 521.

martes, 7 de febrero de 2017

En la fiesta del Corazón de María

El contenido de la Fiesta del Corazón de María, muy grande y admirable

(San Juan Eudes, El Corazón Admirable, Libro XI, Cap. II, Meditaciones, 


Consideremos atentamente cuál es el contenido de esta solemnidad. Es el Corazón sagrado de la reina del cielo y de la tierra; el Corazón de la soberana emperatriz del universo; el Corazón de la hija única del amadísimo Padre eterno; el Corazón de la Madre de Dios; el Corazón de la esposa del Espíritu santo; el Corazón de la bondadosa madre de todos los fieles. Es el Corazón más digno y noble, augusto y generoso, magnifico y caritativo, el más amable, amado y amante de los corazones de las puras criaturas.

Es un Corazón encendido en amor a Dios y del todo inflamado en caridad a nosotros, merecedor de tantas fiestas como ha producido de actos de amor a Dios y de caridad a nosotros.

Añade a esto también el divino Corazón de Jesús que no tiene sino un Corazón con su amadísima Madre en unidad de espíritu, de afecto y de voluntad. Añade además los corazones de los ángeles y de los santos que no tienen sino un solo corazón entre sí, y con su Padre y su Madre.

Este es el contenido de esta fiesta muy grande y admirable que merece veneraciones y alabanzas infinitas. Abriga gran deseo de celebrarla con toda la devoción que te sea posible.

Considera que esta fiesta es día de gozo extraordinario para nosotros pues el Corazón de nuestra divina Madre nos pertenece por cuatro títulos:

Primero, nos pertenece porque el Padre eterno nos lo ha dado. 
Segundo, nos pertenece porque el Hijo de Dios nos lo ha dado. 
Tercero, nos pertenece porque el Espíritu santo nos lo ha dado. 
Cuarto, nos pertenece porque ella misma nos lo ha dado.

Consiguientemente el Corazón de Jesús y los corazones de los ángeles y los santos nos pertenecen porque todos esos corazones hacen uno solo corazón que es del todo nuestro.

¡Que tesoro! ¡Qué dicha y qué provecho para nosotros! ¡Cuán ricos somos! ¡Qué motivo de gozo y de arrobamiento para nosotros!

Querido Jesús mío, ¿qué te voy a dar por tantos favores como recibo de continuo de tu infinita bondad y de la caridad incomparable de tu sacratísima Madre? Te ofrezco mi corazón. Él te pertenece por infinidad de títulos. Pero ¿qué es ofrecerte el corazón de una nada? Te ofrezco los corazones de todos los ángeles y de todos los santos. Pero todavía es muy poco comparado con el tesoro inmenso que me has dado al darme el Corazón de tu santa Madre. Te ofrezco ese mismo Corazón. Él te es más agradable que todos los corazones del universo. Pero esto no es suficiente para cumplir enteramente mis obligaciones. Te ofrezco tu Corazón adorable del todo encendido en amor inmenso e infinito a ti y a tu divino Padre.

Reina de mi corazón, te ofrezco también el corazón muy amable y todo el amor de tu Hijo en acción de gracias por el tesoro inestimable que me has dado al darme tu Corazón maternal.

Jaculatoria: Corazón de Jesús y María, norma del corazón fiel, reina por siempre en nuestro corazón.

Oración final

¡Oh Madre de amor, une nuestros corazones con tu Corazón maternal tan íntimamente que no puedan separarse jamás; y que los corazones de los hijos no tengan otros sentimientos que los del sagrado Corazón de su muy buena Madre!


Amén.

¡Cosa admirable! En la fiesta del Corazón de María


jueves, 2 de febrero de 2017

Misericordia que reclama misericordia

No debe extrañarnos que el tema de la misericordia haya pasado a ser uno de los leitmotifs de la existencia cristiana en nuestros días. A ello han llegado tanto la teología como la espiritualidad por diversos caminos, enriqueciendo maravillosamente la reflexión y la praxis.
Y no es que la misericordia, en cuanto realidad, sea algo novedoso; desde sus inicios la Iglesia ha visto en lo que tradicionalmente se llamaba «obras misericordia» un test fundamental para valorar la sinceridad del compromiso cristiano. Lo que es relativamente nuevo es la riqueza en la reflexión y la mayor comprensividad del valor misericordia. Algunos hablan de «principio misericordia»[1].
Como hemos visto, la concepción de Dios como Misericordia hunde sus raíces, firmemente, en el A.T. Sobre todo la reflexión profética y sapiencial fue, paulatinamente, afincando en la conciencia del pueblo judío la certeza de que Dios, por así decirlo, tenía corazón; en otras palabras, era fundamentalmente amor, entrega y salvación gratuita, se compadecía hondamente de los dolores del pueblo. 
Sobre esta convicción, ya madura, Cristo construyó todo su Evangelio. Y de allí tomó la Iglesia los fundamentos de una praxis cristiana que, durante los primeros siglos, fue una experiencia universal y constante de amor y servicio. Sólo tardíamente comenzó a ponerse mayor énfasis en el cumplimiento de la ley que en la vivencia de la misericordia.
Ahora estamos recobrando la convicción de los inicios. Y es que la bendición de Dios, realizada originalmente en el bautismo, con la solemnidad de una alianza eterna, ha de ser, por fuerza, algo real en el hombre. Por eso, debe haber una manera de amar cristiana, evangélica. Es imposible que la bendi­ción de Dios sea un camino cerrado, sin itinerario ni aprendizaje practica­bles. Ha de haber un nivel espiritual, propio del Reino de Dios, donde sea po­sible amar sin egoísmo, sin voluntad de poder, sin libidinosidad, tal como Jesús amaba a los suyos. Este camino no puede ser un simple ideal irreali­zable, en la hipótesis de que sea verdad que Dios quiere hacernos felices haciéndonos santos. 
De esta manera el cristiano, al reproducir la esencia de un Dios que es esencialmente «agapé», amor y misericordia, un Dios que crea, que constantemente regenera y que salva (cf 1 Jn 4,8.16), se hace a sí mismo amor y recupera su identidad verdadera: porque su patria es el amor. 
Las afirmaciones de Juan Eudes en este sentido adquieren especial contundencia: «...el amor que le tenemos al prójimo es la medida justa del amor que le tenemos a Dios: si tenemos mucho amor al prójimo, tenemos mucho amor a Dios; si tenemos poco de aquel, tenemos poco de éste; si el amor al prójimo no está en nuestro corazón, tampoco lo está el amor a Dios: “quien odia a su hermano, afirma san Juan, y dice que ama a Dios, es un mentiroso”(1Jn 4,20)»[2].




[1] Cf., por ejemplo, la excelente obra de J. SOBRINO: El principio-misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados, Sal Terrae, Santander.
[2] OC, V, 322.

sábado, 28 de enero de 2017

TIEMPO ORDINARIO 4 A CÓDIGO de la FELICIDAD 29 enero 2017

Dios es amor que nos santifica y humaniza

El ejemplo del Dios trino y uno nos enseña que el amor debe ir siempre primero a donde están las víctimas del desamor, porque es allí donde se justifica más la misericordia. 
Por eso la nueva humanidad del Reino se construye necesariamente a la sombra del Padre, desde la solidaridad fraterna. Cada uno de nosotros podemos llegar a ser signos, es decir parábolas vivas de la misericordia, si aprendemos a acoger en nuestro corazón, al mismo tiempo, la ternura de Dios y «las miserias de los miserables» de las que habla Juan Eudes.
Jesús nos envía a dar testimonio del amor: «no se da miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo, sino que cada uno debe santificarse en su corazón y dar testimonio de Jesús con  espíritu de profecía»[1]. Nuestra misión consiste en hacer frente a los que generan muerte haciéndonos testigos del amor de Dios, «misioneros de su misericordia», como sintetiza profunda y hermosamente el P. Eudes[2]. Es así como la semilla germina, echa raíces y produce vida centuplicada[3]. Es así como el discípulo comienza a caminar el mismo camino de Cristo que es el camino del Amor. Y es así, precisamente, como el bautizado se inserta en la corriente de la misericordia y se hace relevo eficaz del agapé de Dios.
Ésa es la santidad divina que nos revela Jesucristo. Por eso el samaritano es el hombre cabal y el hombre santo, porque fue el hombre misericordioso; porque fue como Dios, el Padre del hijo pródigo, movido siempre a misericordia, que «nos persigue... cuando lo abandonamos nos busca con amor indecible, y nos suplica que no nos separemos de Aquel que nos busca con tanta solicitud»[4].
Si la misericordia es el nombre bíblico del Amor, como nombre propio del Amor que Dios tiene al hombre, es también el nombre del Amor que el Espíritu derrama en nuestros corazones para que amemos cabalmente al mismo Dios y a los demás hombres (cf Rom 5,5). Y este amor es es­trictamente personal, gratuito y entrañable, las tres características esenciales de la misericordia bíblica. Ahora bien, el Amor con que Dios nos ama, y que nos ha manifestado y de­mostrado, sobre todo, en la Persona de Jesús y en «sus estados y misterios» es no sólo anterior a nuestro amor, sino su causa y principio. Nosotros podemos amar sólamente porque somos amados y porque el Espíritu de Jesús nos capacita para ese amor nuevo y original que él ha convertido en mandamiento suyo. «Nosotros ama­mos porque él fue el primero en amarnos» (I Jn 4,19): es la constatación de que amamos precisamente porque nos ama Dios[5].
Es así como la autodonación, la comuni­cación, la participación, la justicia y la misericordia, las grandes cualidades de Dios, pueden llegar a ser también cualidades de los hombres. Tal es el sentido del texto clave de Lc 6,36. Y para llegar a ser así, compasivo como Dios, el camino es ser como Cristo. Aquí encontramos la más honda raíz evangélica del cristocentrismo radical que caracterizó la espiritualidad de Juan Eudes, y de toda la escuela beruliana. Nos enseña él: «El apóstol Pablo nos recuerda a cada instante que estamos muertos y que nuestra vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3,3); que el Padre eterno nos vivificó juntamente con Cristo y en Cristo (Ef 2,5; Col 2,13), es decir que nos hace vivir no sólo con él sino en él y de su misma vida; que debemos manifestar la vida de Jesús en nuestro cuerpo (2 Cor 4,10-11); que Jesucristo es nuestra vida (Col 3,4) y que vive en nosotros: Yo vivo -nos dice san Pablo- pero ya no yo, es Cristo el que vive en mí (Gál 2,20)»[6].
Amor que nos hace hombres
El Dios-Amor ama al hombre y siente placer en amarlo; para ello sale de sí mismo y se le entrega en radicalidad; y esa entrega, que en Cristo se hace total y absoluta donación, como veíamos arriba, es la que le permite al hombre ser hombre de verdad. Tan sólo la fuerza del amor comunicado por Dios mismo puede sa­car al hombre de una condición marcada por la finitud y situada en el tiempo y en el espacio. Tan sólo Dios que es Amor puede atraer y unir a sí mismo al hombre para quien ya no queda otra cosa que amar: su destino final es el amor. Porque el ejercicio del amor tiende a la unión inme­diata y personal, tanto cuanto sea posible; termina inmediatamente en el Amado Dios, como escribiera Antón Bruckner en la ardiente dedicatoria de su Novena Sinfonía. Y es por esta misma razón por la que, en la vida cristiana, no sólo se dan la fe y la esperanza sino también el amor, como fuerza que une con el Amado y congrega en él, según fina expresión de Tomás de Aquino[7].
Decíamos también arriba que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, también en cierto sentido es amor. Su identidad está en el amor; la expresión más humana de lo que él es consiste en el amor. Por eso, en la vida cotidiana, no podemos limitarnos a ver desde la barrera las ne­cesidades del prójimo sino que llega un momento en el que hemos de salir nosotros mismos al ruedo, abandonando nuestros nidos y seguridades, para poder llegar realmente al prójimo, que hasta ese momento era un no-próximo, un alejado, un extraño; porque el amor verdadero termina en el otro. Y al unirnos a él y a sus expectativas, lo convertimos de alejado en “prójimo”. Ese fue, precisamente, el gran mérito del samaritano aquel que bajaba de Jerusalén a Jericó.



[1] P.O.  2.
[2] SAN JUAN EUDES, carta del 15 de mayo de 1562, en C. Guillon, En todo la voluntad de Dios, El Minuto de Dios, Bogotá, 1986, p. 56. Cf. R. RIVAS, Misioneros de la misericordia, Eudistas, Caracas, 1992.
[3] SAN JUAN EUDES, O. E., p. 450.
[4] SAN JUAN EUDES., O.C. VIII, 56.
[5] Cf. S. Ma. ALONSO, El misterio de la vida cristiana, 1979, 2. ed., p. 91. Hasta hace poco, la mayoría solía traducir así el texto de Juan: «Amemos (=exhortativo) nosotros...». En cambio, cada día son más los que prefieren el indicativo: «Amamos...». O mejor, como lo hacen Alonso Schokel y Mateos: «Podemos amar nosotros porque él nos amó primero».
[6] SAN JUAN EUDES, O.E, 2ª ed., 137.
[7] SANTO TOMAR DE AQUINO, Summa Theol., I q 20 a 2 ad 3.

viernes, 27 de enero de 2017

En el Bautismo Dios-Trinidad nos expresa su amor

Nuestro Dios, el Dios de la revelación, el único Dios que existe, no es un ser impersonal, neutro o solitario. Es un ser-familia, un ser-comunión, un Dios-Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu. Su misterio no es la soledad, sino la compañía, el intercambio mutuo, la presencia recíproca, la donación total en conoci­miento y agapé. Y aquí entroncamos de nuevo con lo más original del pensamiento espiritual de san Juan Eudes: cuando por el bautismo nos insertarmos en Cristo, estamos profesando nuestra fe en ese acontecer de la Gracia que justifica al hombre y que tiene un origen trinitario: «En nombre y con el poder de la Sma. Trinidad somos bautizados. En efecto, las tres divinas Personas se hacen presentes en el bautismo de una manera particular: el Padre engendrando a su Hijo en nosotros, y engendrándonos a nosotros en su Hijo... El Hijo naciendo dentro de nosotros y comunicándonos su filiación divina... El Espíritu Santo formando a Jesús en el seno de nuestras almas...»[1]
Y en otra parte comenta: el Padre eterno al hacerte el honor de recibirte en sociedad con él (de asociarte a él) mediante el bautismo, como a uno de sus hijos y como uno de los miembros de su Hijo, se comprometió a mirarte con los mimos ojos, a amarte con el mismo corazón y a tratarte con el mismo amor con que mira, ama y trata a su propio Hijo, pues eres una sola cosa con Cristo.... «Y mucho más aún: se ha entregado a ti con su Hijo y su Espíritu Santo y ha venido a morar en tu corazón»[2]. Y «el mismo Jesús nos asegura que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en los corazones de los que aman a Dios»[3].
Por eso, la fe bautismal es una fe trinitaria. El “Credo” cristiano proclama la historia de la donación del Amor, en referencia a la manifestación de la Trinidad, que es el modo como Dios se da al hombre. Más que una síntesis de verdades teológicas el credo cristiano es la na­rración de cómo se entregó al hombre el Amor del Padre, a través del nacimiento, muerte y resurrección del Hijo Jesús, y en la fuerza del Espíritu Santo; amor que se da a la Iglesia y se interioriza en los creyentes como perdón de los pecados y como vida nueva comenzada: una nueva creación, explica san Juan Eudes[4]
Esto es lo que el pueblo de Dios cree explícitamente y, de alguna manera, conoce: que el abismo de misericordia del Padre se ha puesto de manifiesto en Jesús, el Hijo, quien ha dado su propio Espíritu y Vida a los que creen en él. Por eso al pueblo de Dios no se le pide que explicite su fe en la Trinidad en sí misma[5], sino en el Amor del Pa­dre, en la gracia de Jesús, el Hijo, y en la comunión del Espíritu Santo, tal como ese único Dios se nos ha dado. Pero, por supuesto, al hacerlo cree ya, implícitamente, en la Trinidad tal como es en sí misma[6].



[1] OC I, 517.
[2] OE, p. 369.
[3]  OC VIII, 108
[4] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[5]  Cf. RAHNER K., «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos teológicos, IV. Madrid 1961, pp. 105-136.
[6] Quizás por eso la Iglesia no vio, al comienzo, la necesidad de que el pueblo confesara esta fe explícitamente, como, de alguna manera, lo expresaría mu­cho más tarde el Símbolo atanasiano, cuyo uso se hizo habitual sólo a partir de la Edad Media.