sábado, 31 de diciembre de 2016

Somos más fruto de la gracia que del pecado

Parece necesario apartarnos, al analizar el pensamiento de Juan Eudes, de ciertos aspectos que son deudores de una teo­logía hoy con pocos dolientes; me re­fiero, concretamente, a la explicación que da sobre la raíz de la miseria e incapacidad connatural al hombre. En esta doctrina participaba, sin duda, de la tradicional «antropología del hombre caído», que los maestros jansenistas predicaban entonces con especial fervor y contundencia; según ella el hombre estuvo elevado al comienzo en un pedestal de gloria y vivió en un estado paradisíaco, del cual fue despojado por el pecado original y originante de Adán y Eva. A partir de allí el hombre cayó en la más absoluta impoten­cia, de la cual sólo puede ser sacado por la Gracia que se recibe fundamen­talmente en el Bautismo[1].
Resulta difícil, por decir lo menos, compaginar esta doctrina con la teo­logía de San Pablo quien proclama, sin miedo, no sólo que los cristianos y los hijos de cristia­nos pueden ser santos, sino que de hecho son santos (1 Cor 7,14). Y si alguna verdad se desprende con claridad del capítulo V de la Carta a los Romanos es que la reden­ción es más excelente y eficaz que la caída. Porque no es el don como fue el pecado: si por la transgresión de uno murieron to­dos, ¡cuánto más por el don de la gracia de un solo hombre, Jesucristo, la gracia de Dios y se ha desbordado sobre todos!: «donde abundó el pecado, so­breabundó la gracia» dice (Rom 5,15-20)[2]
Y podemos ir más allá: para Pablo la superioridad de la gracia y justicia de Cristo sobre el pecado de Adán es algo que ni siquiera puede ponerse en discusión. Por eso, tenían razón los pelagianos al obje­tarle a S. Agustín: ¿cómo admitir que el pecado de Adán sea imputado a todos, in­cluso a los que no han cometido pecado personal, mientras que la Gracia de Cristo no se conceda sino a los que creen?... Admitirlo equivaldría a aceptar que el pecado humano es más poderoso y eficaz que la  redención de Cristo[3].
Agustín y sus discípulos pretendían, de ese modo, defender la absoluta gratuidad de la Gracia y su absoluta necesidad para la salvación. Pero el medio que emplearon resultó nefasto. Y es que no resulta necesario apelar al "pecado original", ni a ningún otro pecado, para probar verdades como ésta. El hombre es estructuralmente incapaz de salvarse sin la Gracia de Cristo simplemente porque él es criatura y el don que se le ofrece es infinitamente grande. Esto hace que Cristo sea un «Redentor aun más ex­celente»; María fue redimida también, aunque no tuvo ningún pecado. En otras pa­la­bras, para afirmar que Cristo es el Salvador de todos los hombres, incluso de los ni­ños, no parece necesario basarse, con san Agustín[4], en el argumento de que todos nacemos «maleados» por el pecado original. No se puede  olvidar que el nú­mero de los que reciben el bautismo, máxime hoy, es una minoría insignifi­cante. Si nos atuvié­ramos a la doctrina agustiniana, asumida parcialmente por Juan Eudes, tendríamos que aceptar que la inmensa mayoría de los hom­bres quedan irredentos, pues no reci­ben el Bautismo. Y esto equivale a re­petir los errores del pasado.
Evidentemente, lo dicho tampoco significa subestimar en nada la capacidad salva­dora del bautismo[5]. Sólo lo sitúa en otra perspectiva, más dinámica, más positiva. Como veremos en capítulo posterior, su grandeza no consiste en librarnos de un “pecado” sino en inser­tarnos en Cristo. Y aquí, sí, brilla en todo su esplendor la doc­trina de Juan Eu­des. El bautismo no se li­mita a quitar una «mancha» que nos impide ser santos. Simplemente redime nuestra incapacidad estructural y nos hace «capaces de Dios». Asume la pequeñez del hom­bre y la injerta en la grandeza de Cristo, ha­ciéndonos «ricos con su divinidad», como decían los Padres de la Iglesia.
Y hablando del cuestionado “pecado original”, de lo que se trata es de situar ese pecado en una perspectiva más aceptable y más coherente no sólo con la antropolo­gía actual sino también con el Evangelio. La doctrina del "pecado original" fue in­ventada, en parte, para explicar el origen de ese omnipresente mal que se encuentra en el fondo del pesimismo antropológico de que hablamos antes; se quería, así, "jus­tificar" a Dios, evitando atribuirle a El los males; pero, como afirma D. Fernández, ésta fue y es «la peor solución»[6].
La doctrina agustiniana sobre el «pecado original» nos ha acostumbrado a ver la humanidad como una “masa de condenados”.  Pero esa espeluznante idea -un mal decretado por el Todopoderoso para preservar la armonía del universo y del que ningún condenado a priori puede escaparse- no puede menos que generar impotencia, desconfianza e ira del hombre ante de Dios[7]. Por eso, sólo una puesta al día de esta doctrina -en lo que tenga de maniqueísmo agustiniano- hará po­sible una nueva con­fianza en el hombre de nuestro tiempo: no se puede salvar sino lo que se valora y se ama. Uno comprende, aunque con di­ficultad, que Agustín, a pesar de su genio, se dejara llevar por su plato­nismo exagerado y sus resabios de mani­queo, porque partía de una visión del origen del hombre y del mundo muy distinta de la de hoy. Mas para la sen­sibilidad actual su doctrina resulta inaceptable[8].
En sus versiones vulgares raya en lo monstruoso -un Dios que por la culpa de unos padres primitivos castigase por siglos de siglos a miles de millones de descendientes- y que en la misma teología renovada no acaba de desprenderse de los rasgos míticos que, de manera sutil pero eficaz, acaban reintroduciendo aquel horror. Sólo se entiende desde  el "trasfondo oscuro"  de la condición humana, desde la inherencia inevitable del mal a la creatura finita. Inherencia que la hace incapaz de alcanzar la plenitud —la salvación—por sí misma, pero que no anula su dinamismo positivo, y la abre a la experiencia de la gracia y a la esperanza de la salvación.
De poco valdrá, entonces, que expongamos la doctrina sobre el «pecado original» con términos y fórmulas nuevos; debemos ir más a lo hondo, hasta su misma con­cepción. Porque si Adán y Eva no son individuos históricos, sino personajes simbóli­cos, si no existió el paraíso terrenal como punto de arranque del hombre sino como su meta, tarea y promesa, si el hombre nunca tuvo esos dones "preterna­turales" que se atribuyen al Adán edénico, si fue creado no participando ya totalmente de la natu­raleza divina sino con un germen-vocación hacia la filiación divina total, no pode­mos seguir soste­niendo, fundamentalistamente, aquella doctrina del pecado original, ni atribuyendo a un hombre primitivo y rudimenta­rio, en los umbrales de la historia, la causa de todos los males que nos afli­gen y la responsabilidad de haber puesto en «estado de pecado» a los hombres de todos los tiempos.
El hombre de hoy, más consciente que el de ayer de su propia dignidad personal, no acabará nunca de entender que la suerte desa­fortunada de la raza humana esté comprometida por el abuso de la libertad de la primera pareja. En cambio sí es capaz de comprender que nuestros pe­cados de hoy, y los pecados de cuantos nos han pre­cedido en el curso de la historia humana, originan ambientes malsanos y estructuras injustas que fomentan, de generación en generación, la inclinación de los hombres y de las sociedades al mal uso de su libertad. El hombre moderno está dispuesto a re­conocer que, para su bien y para su infortunio, es heredero de cuantos lo han prece­dido, pero no acepta que todo el curso de la historia humana se haya jugado, millo­nes de años atrás, en un pecado en que él no ha tenido arte ni parte[9].
En síntesis, desde una perspectiva más respetuosa de la libertad del hombre y del integral mensaje bíblico, hemos de ver el pecado original como un símbolo de la esencial solidaridad que por el mero hecho de ser hombres todos tenemos con el pe­cado estructural de la humanidad. Porque -la frase es, como sabemos, de Agustín de Hipona- «todo hombre es Adán». Sigue sin resolverse del todo el difícil problema del mal y del pecado. Y de ese mal y ese pecado todos, de alguna manera, somos partíci­pes y cómplices. Esta solidaridad, que ningún hombre puede rehuir orgullo­samente, nos hace a todos un poco verdugos, un poco criminales, y también un poco víctimas. Hasta Cristo, que no tuvo pecado original, se solidarizó hasta tal punto con la huma­nidad que cargó con su pecado y se hizo «pecado» por ella[10].



[1] Aunque no es del caso detenernos aquí sobre ello, puede resultar enriquecedora, en esta perspectiva, la reflexión teológica contemporánea sobre el «Paraíso terrenal»; éste “edén” de que nos  habla el  Génesis, ¿debemos considerarlo como punto de partida de la condición humana o, más bien, como punto de llegada, en el horizonte del Reino?. Evidentemente, nuestra concepción del pecado original cambiará según sea nuestra comprensión del paraíso original... Cf. en este sentido el buen análisis que hace GONZALEZ FAUS, en Proyecto de Her­mano, Sal Terrae, 1987, pp. 299-386.
[2] Hablando de aquellos cristianos que viven como obsesionados por el pecado, la culpa y la vergüenza, J. DELUMEAU comenta con cierto humor que han invertido la frase de Pablo para hacerla decir: «Donde abundó la gracia, sobreabundó el pecado». Cf. J. DELUMEAU, El miedo en Occidente: siglos XIII-XVII, Taurus, Madrid, 1989 (Original francés: Le Peché et la Peur, París, 1983).
[3] Cf. D. FERNANDEZ, El pecado original, Madrid, 1988, pg. 188.
[4] Cf. De peccatorum meritis et remissione, I, 2, 33. PL 44,128; Sermo 293. PL 38,1334.
[5] Dada la importancia fundamental que el bautismo tiene en la espiritualidad de Juan Eudes, volveremos sobre él en detalle en capítulo posterior: La Nueva Creación.
[6] D. FERNANDEZ, «Antropología del hombre caído», Iglesia Viva, 159 (1992), 332.
[7] Otro tanto podemos decir de la idea, también agustiniana, del mal como castigo de nuestros pecados u ocasión de expiarlos, que hallegado a contaminar el imaginario cristiano, propiciando el resignado recurso al y blasfemo «Dios lo ha querido» ante cualquier desgracia,
[8] Creo importante retomar aquí lo que yo mismo escribí en otra parte: «Sin confianza en el mundo moderno, preámbulo para la cordial acogida del hombre real y concreto, no hay posi­bilidad alguna de «evangelizar. Mientras nuestra pastoral siga ofreciendo una imagen radi­calmente pesimista o negativa de la humanidad, los evangelizadores de hoy y los de mañana continuarán desconfiando de los hombres e incapacitándose, por ello mismo, para iniciar la «nueva evangelización». Por falta de amor y de confianza, muchos carecen y carecerán del necesario «ardor» que se nos pide. Valdría más sentirnos pobres e indignos ante el Dios que nos llama gratuitamente y ofrecer humildemente nuestras manos o nuestro silencio solidario a  esa multitud de hijos de Dios y hermanos, que van haciendo camino a nuestro lado bajo la mirada amorosa de un Padre que no se desentiende de la felicidad de nadie. Por eso la nueva evangelización exige que empecemos dándole hondura y calidad humana a toda nuestra pas­toral». Cf. R. RIVAS, Vasijas nuevas, cap. V: Los caminos del Exodo, p. 129.
[9] Paradójicamente, el boom actual de la religiosidad de cuño oriental, está revalorizando ele­mentos de la enseñanza tradicional de la Iglesia que últimamente no tenían mucha acepta­ción; es el caso, precisamente, del pecado original, gracias a la “ley del karma”; el legado kármico puede entenderse como una más entre las maneras de expresar lo que la Iglesia ha venido enseñando sobre el pecado original y el mérito, «una herencia psíquica que discurre paralelamente a nuestro programa genético, que si en algunos casos puede constituir una ven­taja moral, en otros quizá entrañe una servidumbre de la mente y la voluntad a unas pautas establecidas en el pasado y casi incorregibles». TOOLAN, David S., «Reencarnación y gno­sis moderna», Concilium 249 (1993), 837.
[10] Cf. sobre este tema KIERKEGARD S., «El concepto de angustia», en Obras y Papeles, VI, MADRID, 1965, P. 70-78;  DUBARLE A.M., «La pluralité des pechés héréditaires dans la tradition agustinienne», en Revue des Etudes Agustiniennes (1957) , 113-136; GONZALEZ FAUS J.I., Proyecto de hermano, Salamanca, 1988, p. 3 366-392; RAHNER K., «Consideraciones teológicas sobre el monogenismo», en Escritos Teológicos, I, 307; LA­DARIAL F., Antropología Teológica, Roma, 1983, p. 216.

domingo, 25 de diciembre de 2016

EN DEFINITIVA, CON CAPACIDAD DE DIOS

Porque en definitiva somos capaces de Dios. Más allá de ese mal que nos abruma está la misericordia sal­vadora de Dios que quiere sacarnos del abismo, una misericordia creadora que ha envuelto al hombre desde antes de su historia y que la Biblia ha recogido en el mito arcaico del Paraíso, que, como anota González Fáus, es «simplemente la imagen y semejanza divinas del hombre»[1]. Al propio hombre le toca evitar que ésa que pudiéramos llamar «vo­ca­ción al Paraíso» se frustre; de ahí su responsabilidad histórica.
Parece hora, entonces, de que nos dejemos ya de fantasías y volvamos nuestra mi­rada a las realidades vi­vas de Dios y de su plan de salvación que es lo que realmente importa: Dios-Padre de las misericordias, de quien todo procede; Jesucristo, el en­viado del Padre, Dios y hombre verdadero, Palabra definitiva del Padre y Salvador uni­versal; Espíritu Santo, promesa y don del Padre y del Hijo, que habló por los pro­fetas y sigue hablando en la Iglesia y en el mundo de hoy, que actualiza y nos descu­bre el sentido de las palabras de Jesús; Iglesia de Jesucristo, co­munidad de salvación, que tiene como misión anunciar a Cristo muerto y re­sucitado y está al servicio de to­dos los hombres; y el hombre, con sus grande­zas y sus miserias, en su origen y desa­rrollo, social e históricamente situado.
Al fin y al cabo, estamos «programados» para la vida, para la ascensión, para Dios. Y, como decía Tomás de Aquino, «forzaría a la piedra quien le impusiera una fuerza superior a la gravedad para que la piedra subiera, en lugar de caer; la trans­formaría, en cambio, quien hiciera que la piedra no tuviera gravedad»[2]. El hombre hace parte de aquella creación que Moltmann calificaba como de «sistema abierto» y que nos habla de una criatura que es siempre «posibilidad de»[3]Incluida esa posi­bilidad tan increíble que nos des-vela Cristo: la de ser como Dios. 
A quien sólo mire la letra y se olvide del Espíritu que da vida, le ocurrirá lo mismo que a los judíos de tiempos de Jesús, que leían a Moisés y las Escrituras, pero no los entendían. Un velo les impedía ver su sen­tido. Sólo con Cristo se rasga ese velo (cf. 2 Cor 3,14-18) y se puede ver que, gracias a El, todos tenemos «capacidad para ser como Dios» y para hacer real el gran desa­fío que él mismo nos lanzara. Porque -escribe González Fáus- el hombre «es barro y vocación de Dios»[4]. Y sólo el amor misericordioso de Dios, su agapé, puede hacer que el barro se convierta en Dios, sacar perfección de la nada, y lograr que el hom­bre-miseria sea un hombre-santo. Sólo para eso el Verbo se hizo carne, renunciando a ser Dios.
De esa convicción, que ya había madurado Juan Eudes, le nació aquella bella oración: «¡Nada quiero, y lo quiero todo; Jesús es mi todo: fuera de él todo es nada; quítame todo, pero dame ese solo bien; y todo lo tendré, aunque no tenga nada». SAN JUAN EUDES[5].



[1] GONZALEZ FAUS J.I., Proyecto de hermano, p. 115.
[2] De Veritate, q. 22, a 8 c y a 9 c.
[3] MOLTMANN, J., El futuro de la Creación, Sígueme, Salamanca, 1979, pp. 152 ss.
[4] GONZALEZ FAUS J.I., Proyecto de hermano, p. 91.
[5] O.E., 2a. ed., p. 132,

jueves, 22 de diciembre de 2016

ESPIRITUALIDAD EUDISTA: ORACIÓN, CAMINO DE SANTIDAD (San Juan Eudes)
Colocamos el santo ejercicio de la oración entre los principales fundamentos de la vida y santidad cristiana, porque la vida de Jesucristo fue una oración constante y es deber nuestro continuarla y expresarla. 
La tierra que nos sostiene, el aire que respiramos, el pan que nos alimenta, el corazón que palpita en nuestro pecho, no son tan necesarios para la vida humana como la oración para llevar una vida cristiana. Porque:
La vida cristiana, que el Hijo de Dios llama vida eterna, consiste en conocer y amar a Dios (Jn. 17, 3) y esta divina ciencia la adquirimos en la oración. 

Por nosotros mismos nada somos ni podemos; somos pobreza y vacío. Debemos acudir a Dios a cada instante para recibir de él cuanto necesitamos. 

La oración es una elevación respetuosa y amorosa de nuestro espíritu y nuestro corazón a Dios. 

Es dulce diálogo, santa comunicación, divina conversación del cristiano con su Dios. 

En la oración contemplamos a Dios en sus perfecciones, misterios y obras; lo adoramos, lo 
bendecimos, lo amamos y glorificamos; nos entregarnos a él, nos humillamos por nuestros pecados e ingratitudes y pedimos su misericordia; tratamos de asemejarnos a él por la contemplación de sus virtudes y perfecciones. Finalmente le pedimos lo necesario para amarlo y servirlo. 

Orar es participar de la vida de los ángeles y de los santos, de la vida de Jesucristo, de su santa Madre y de la misma vida de las tres divinas personas. 

La vida de Cristo y de los santos es un continuo ejercicio de oración y contemplación, de glorificación y de amor a Dios, de intercesión por nosotros. 

Y la vida de las tres divinas personas se halla perpetuamente ocupada en contemplarse, glorificarse y amarse mutuamente, que es lo fundamental en la oración. 

La oración es la felicidad perfecta y el verdadero paraíso en la tierra. Gracias a ella el cristiano se une a su Dios, su centro, su fin y soberano bien. 

En la oración el cristiano posee a Dios y Dios se apodera de él. 

Por la oración le damos nuestros homenajes, adoraciones y afectos y recibimos sus luces, sus 
bendiciones y las innumerables pruebas de su amor infinito. 

En ella, Dios realiza su divina palabra: Mis delicias son estar con los hijos de los hombres (Prov. 
8, 31). 

En ella conocemos experimentalmente que la felicidad perfecta está en Dios, que miles de años 
de placeres mundanales no valen un momento de las verdaderas delicias que Dios da a gustar a 
quienes colocan su deleite en conversar con él mediante la oración. 

Finalmente, la oración es la más digna, noble e importante ocupación, porque es la misma de los 
ángeles, de los santos, de la santa Virgen, de Jesucristo y de la santísima Trinidad durante la 
eternidad, y será nuestra ocupación perpetua en el cielo. 

Es, además, la verdadera y propia ocupación del hombre y del cristiano, porque el hombre no ha 
sido creado sino para Dios, para entrar en comunión con él, y el cristiano está en la tierra para 
continuar en ella lo que Cristo hizo durante su vida mortal. 

Por eso te exhorto y te encarezco, en nombre de Dios, que no prives a Jesús de su gran deleite de 
estar y de conversar con nosotros mediante la oración, y que experimentes la verdad de aquel dicho del Espíritu Santo: No hay amargura en su compañía, ni cansancio en su convivencia, sino placer y alegría (Sab 8,16). 


Considera, pues, la oración como el principal, el más necesario, urgente e importante de tus quehaceres. Trata de desligarte de asuntos menos necesarios, para darle más tiempo a ésta, especialmente en la mañana, en la noche y poco antes del almuerzo en una de las maneras que te voy a proponer. 


martes, 20 de diciembre de 2016

El hombre, imagen de Dios


El cristianismo cree saber quién y qué es el hombre y contesta al inte­rrogante Biblia en mano: el hombre es criatura de Dios y comparte su dignidad, ha sido hecho a su imagen y semejanza (Gén 1,26-27); ello significa no sólo que se pa­rece a Dios sino que tiene algo de «radicalmente divino», según la expresión ya ci­tada de Boss­hard[1]. Ante esta impresionante realidad Juan Eudes exclama: «cuando Dios creó al hombre, en los comienzos del mundo, no se contentó con sacarlo del abismo de la nada, con hacerlo partícipe de su ser y de su vida, con darle un espíritu y una volun­tad capaces de conocerlo y amarlo, ni con otorgarle autoridad y poder de rey sobre todas las cosas de la tierra, sino que, por un exceso de su amor, quiso hacerlo a su imagen y semejanza... ¡Cuánta gloria entraña para el hombre ser la imagen de Dios,  llevar sobre sí el retrato, la forma y los caracteres del rostro de Dios...!»[2].
Ciertamente hay aquí una gloria y dignidad increíble pero también una responsa­bi­lidad insoslayable; el hombre debe ser consciente de que su vida es limitada pero orientada hacia un fin: el amor, un amor al estilo de ese mismo Dios cuya imagen es, un amor de entrega y misericordia; y, obviamente, entiende que debe actuar en este mundo, como Dios, al estilo de Dios, o sea responsablemente y en el amor. Así, según la an­tropología bí­blica, la condición de imagen de Dios será siempre el gran atributo de todo «hombre sin atributos», para emplear un famoso título de Robert von Musil. Esa es su verdadera elevación: haber sido creado a ima­gen y semejanza de Dios y haber sido llamado gratuitamente a participar de la misma vida divina.
La realidad de este don inefable existió desde el prin­cipio y no se pierde por el pe­cado. Y puesto que somos «imagen y semejanza de Dios», lo más constitutivo nues­tro, lo que mejor define nuestra esencia más profunda, es lo mismo que de­fine la rea­lidad de Dios (ser misericordia pre-existente), aunque con frecuencia esa esencia aparezca en nosotros ahogada, asfixiada, enmascarada, o enredada en mil formas mentirosas de realizar la libertad. 
En ser imagen de Dios está la verdad última del hombre, su innegable vocación. San Basilio decía: «el hombre es una criatura que ha recibido la orden de llegar a ser como Dios». Y san Ireneo de Lyon exclamaba sorprendido: «¡Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios!»«¡Oh gran Dios -dice Juan Eudes, por su parte, deslumbrado ante semejante misterio- tú has querido que tu Hijo se hiciera hombre para que el hombre sea Dios! ¡Oh bondad incomprensible, oh amor inenarrable!»[3].

Vocación frustrada
Suena a tópico, pero es indudable que el hombre anda siempre, quizás sin saberlo, a la caza de Dios. Esta búsqueda hunde las raíces en su deseo de superar la finitud y de realizar su vocación original: ser imagen de Dios. Pero ésta, que es su máxima grandeza, es también su mayor debilidad. El hombre quiso gozar rápidamente de sus prerrogativas y sucumbió a la propuesta del Tentador: «se les abrirán los ojos, ustedes serán como dioses» (Gén 3,5). Pretendió escalar el Olimpo y fue precipitado al abismo. La pretensión de apropiarse de Dios desembocó en el máximo despojo: la desnudez, el dolor y la muerte
Sin embargo, en medio de su miseria, el hombre seguía sintiendo la nostalgia de su origen y la llamada de su patria; de ahí esa incesante búsqueda de Dios en la que vivía empeñado desde siempre. ¡Vano empeño prometeico!... Pese a todos sus intentos, el hombre no lograba dar la talla, no daba con el camino justo. La imagen de Dios se le empañaba cada vez más. Predestinado a ser imagen de Dios (Rom 8,29), se percibía más bien como un aborto.
Y era que el mismo hombre había introducido en la armonía de la creación un fa­tal principio de disgregación. El mundo, la naturaleza, el hombre, todo lo creado por Dios, había sido pensado como un misterio de Amor depositado por Dios en manos del hombre. Un misterio sustentado por una ley de la vida que el hombre podría de­fi­nir así: «Todo ha sido creado como don para mí y yo he sido creado como don para los demás». Ley de amor que explicaba la ecología divina, que fo­mentaba la vida, que hacía crecer, que daba salud humana y espiritual, que creaba unidad. Pero el hombre con su libertad introdujo un principio disgregador: el egoísmo, el pecado: «Todo existe en función de mí y puedo disponer de ello como me plazca». Este mal­hadado principio, al pervertir la relación del hombre con el mundo, con los demás hombres y con Dios, hizo que el amor creado, pensado por Dios para ser signo del Amor Increado y para engrandecer de veras al hombre, quedara reducido a instru­mento para sostener su vana y orgullosa autoafirmación.
Fue así como el hombre se negó a sí mismo la posibilidad de «ser como Dios» y, al hacerlo, no sólo convirtió el mundo en un misterio de dolor sino que se hundió en su propia nada pues se negó la única posibilidad de llegar a ser hombre: mientras no lograra ser imagen de Dios, estaba lejos de su identidad. Era necesario que partici­para de algún modo en la forma de Dios pero, debido a la presencia maléfica del egoísmo en la realidad humana, el rastro de Dios se le perdía y su búsqueda se reve­laba cada vez más como una empresa imposible: Prometeo tratando vanamente de robar el fuego de los dioses o Sísifo una y otra vez escalando, con torpeza dramática, la montaña de su orgullo y su fracaso.
La única vía posible era que Dios mismo se acercara más al hombre. Y fue lo que hizo: no quiso abandonar al hombre a su suerte; su encarnación, muerte y resurrec­ción, en Jesucristo, constituyeron la respuesta divina al fracaso humano. Pero hay algo aquí que debemos precisar si queremos entender la lógica de Dios: tradicional­mente se ha dicho que, por los méritos infinitos del Verbo encarnado, cualquier ac­ción de Jesús, hasta una simple lágrima de Jesús-niño, bastaba para nuestra reden­ción. Todo lo demás lo habría hecho él para 'darnos ejemplo'. Esta manera de afron­tar las cosas, por piadosa y bienintencionada que sea, no sólo vuelve incomprensible toda la trayectoria de la vida de Jesús, sino que no entra en el corazón del plan de Dios. Al contrario, toda la encarnación de Dios nos habla, en primer lugar, de un amor que comparte, que se hace solidario: el Dios que se hace hombre está muy lejos del Dios apático y ais­lado de los filósofos. El Dios cristiano es un Dios que se com­padece y que, porque nos ama, ha querido hacer suyos nuestros límites, aceptar nues­tra suerte; no tanto 'para darnos ejemplo' cuanto para mostrarnos que su amor de mi­sericordia no se contenta con «ponerle parches» a la miseria humana sino que opta por recrear radicalmente al hombre-barro.
Aquí también Juan Eudes supo decir la palabra justa que despeja el horizonte humano, como veremos en próxima entrega de este blog.


[1] Cf. BOSSHARD, S.N., «Evolución y creación», en Fe Cristiana y Sociedad Moderna, vol. 3, p. 131, Ed. SM, Madrid, 1984.
[2] SAN JUAN EUDES, O.C., VII, pp. 225-226.
[3] ID., O.C., VII, p. 227.

sábado, 10 de diciembre de 2016

En y desde una iglesia samaritana


Hace pocos días concluíamos el Jubileo de la Misericordia, programado por el papa Francisco para ayudarnos a vivir esa virtud, que todo el mundo necesita recibir de parte de Dios, pero también que todos debemos practicar para con tanta gente abrumada por el sufrimiento.
Sin embargo, hay palabras traidoras. Palabras que quieren significar cosas buenas, pero sólo oírlas ya suenan mal a los oídos, al menos a algunos oídos. Una de esas es la misericordia. Y no hay que recurrir a las burlas de Nietzsche para constatarlo. Al oír la palabra misericordia muchas personas piensan en sentimentalismo barato, obras de caridad para rehuir la justicia, ayuda a las personas sin pensar en las causas que las hacen sufrir… Un maleficio, una palabra importante, pero engañosa, porque realmente no quiere significar otra cosa que el sentimiento personal profundo por el sufrimiento de los demás, un sentimiento que mueve a la acción sincera y generosa para aliviar este sufrimiento… Corazón y miseria componen las dos partes de esta palabra: un corazón que siente la miseria o sufrimiento de los demás… 

Como decía San Juan Eudes, se trata de llevar en el corazón el sufrimiento de los que sufren, querer atenderlos, y atenderlos de hecho.
La misericordia es pues un sentimiento profundo y dinámico, que no permite que quien lo siente se quede inmóvil o pasivo ante tanto sufrimiento que hay en la humanidad. Es el alma de la solidaridad, de la acción social, del compromiso por la justicia… Por un lado, la compasión es propiamente la actitud permanente que se da en cualquier situación, siempre que hay fraternidad y amor, y por otra parte, la misericordia es la compasión hacia la persona que sufre. Una actitud profunda, una conmoción del corazón, que conduce a los actos de solidaridad…
Desde la fe en un Dios que ama al mundo y por eso es misericordioso.
El Dios bíblico es un Dios con sentimientos, que se alegra de haber hecho el mundo y de haber creado al Hombre. “Vio que todo era muy bueno” (Gen 1,31). Pero, más adelante, el relato fundante del Sinaí nos presenta un Dios que, porque ama, siente el sufrimiento del pueblo oprimido, lo quiere liberar y cuenta con Moisés como líder de esta liberación (Ex 3, 7-10). En el AT, a pesar de episodios de la historia del pueblo donde parece que Dios presenta un rostro un poco adusto, y que hay que interpretarlos en el conjunto de la historia de salvación, la constante es que Dios es “compasivo y benigno” (Salmo 103), “su misericordia es eterna” (Salmo 136).
Jesús viene a llevar a la cumbre esta trayectoria de la revelación de Dios. Su vida y su acción revelan al “Padre misericordioso” (Lc 6, 36). Él mismo se manifiesta como el hombre poseído por el Espíritu enviado a liberar todo tipo de esclavitudes y a anunciar una buena noticia a los pobres anunciando un mundo nuevo (Lc 4, 16-21). Este hombre espiritual resulta desconcertante, porque relativiza costumbres, ritos y prácticas religiosas, incluso el Templo, y se relaciona con gente pobre y de mala reputación. Y cuando, movido por este desconcierto, Juan envía a sus discípulos a preguntarle si es él el que espera todo el pueblo, Jesús les responde con este signo de identidad de su misión: curar enfermos, hacer andar cojos, resucitar muertos y anunciar una buena noticia a los pobres (cf. Mt 11, 2-6). Porque, ante las necesidades y sufrimientos de los demás, a Jesús “se le removían las entrañas“, es decir, el sufrimiento de los otros le conmovía.
El “principio-misericordia”
De acuerdo con toda esta visión de la tradición del AT y del NT, hace ya más de veinticinco años Jon Sobrino formuló el “principio-misericordia”, inspirándose en la expresión de Ernst Bloch, el “principio-esperanza”. Porque la misericordia es lo que mueve toda la acción de Dios en el AT y de Jesús en el NT. Jesús hace muchas cosas y en muchos lugares (enseña, cura, denuncia, alimenta, dialoga, etc.), pero la misericordia es lo que inspira y mueve todo en su vida y acción. Siente a fondo el sufrimiento de la gente, antes que ocuparse del pecado se preocupa de aliviar su dolor. Sin embargo, hay que remarcar, que Jesús no se limita a la esfera de lo privado, sino que extiende la misericordia a dimensiones colectivas y públicas: reparte el alimento a una multitud, interpela a los ricos, predica a las masas y las alienta, denuncia los abusos de las autoridades religiosas y políticas, se enfrenta a los manipuladores de la religión del Templo…
La misericordia política
Este principio-misericordia es, pues, lo que ha de iluminar y conducir la vida de los seguidores de Jesús, y de la Iglesia como comunidad. Es lo que el Vaticano II marcó como orientación de la Iglesia del futuro, una Iglesia samaritana, una Iglesia de la misericordia. Misericordia que abarca las relaciones más inmediatas y cercanas de las personas, pero que tiene que hacer frente también al ámbito estructural del mal y de la injusticia. Nos lo recuerda el papa Francisco: “La Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder con todas sus fuerzas” (Evangelii Gaudium 188). Esta sería la gran eficacia de nuestra solidaridad y compromiso por un mundo más fraterno y justo: ser personas, comunidades y grupos marcados por una pasión, la del sufrimiento de los demás. Imaginemos qué pasaría si en los ayuntamientos, en los parlamentos, en el Consejo de Seguridad de la ONU, en el Banco Mundial o el FMI hubiera la mitad de las personas con el virus de la misericordia… Precisamente el papa Francisco, al convocar el Año de la Misericordia 2016, llamaba a la conversión a los que cometen actos criminales a menudo movidos por la codicia, a las personas que adoran el dinero y causan un mundo injusto, a las que navegan en medio de la corrupción… Y los llamaba a experimentar la misericordia de Dios, que si la acogen los transformará en misericordiosos. Si el principio-misericordia fuera el motor de nuestra sociedad, se confirmaría que “la misericordia es un acto político” (Louis Lebrêt).
Misericordia con humildad y con alegría
No seamos ingenuos, no miremos la sociedad desde fuera, como si los males sólo vinieran de los demás. Como aquel fariseo de la parábola que juzgaba a todos y él se sentía reconfortado con sus prácticas y ritos religiosos. El evangelio nos dice que al final de la historia “todo el mundo” será juzgado no por el mal que ha hecho, sino por el bien que ha dejado de hacer, por la falta de misericordia… “Tenía hambre…, tenía sed…, era forastero…, estaba desnudo…, enfermo y en la cárcel…, y ustedes no me hicieron caso” (Mt 25, 31-46). 
Un reconocimiento leal de lo que no hacemos y podríamos hacer para cambiar las cosas, por nuestras complicidades y silencios, por nuestras pasividades ante la injusticia, sería una excelente colaboración a la sociedad del cambio, a una nueva sociedad. Y, por ello, el Papa habla a los cristianos de la renovación del sacramento de la reconciliación, que puede ser un momento de reconocimiento sincero de nuestra poca misericordia, que nos abra a la misericordia de Dios, nos empuje a una verdadera y generosa solidaridad y nos haga probar la bienaventuranza de “felices los misericordiosos” (Mt 5, 7).
Por eso, este tiempo que el papa Francisco ha querido poner bajo el signo de la misericordia debería iniciar también un tiempo de la recuperación de una verdadera alegría, la de las personas que acogen la misericordia de Dios abriéndose a la vez a la búsqueda de la justicia y al trabajo de la paz. No creo que muchos lleguemos a alcanzar el nivel de Etty Hillesum, que en medio de un campo de concentración, sufriendo, rebelándose y luchando, aún podía exclamar: “la vida es bella”. Pero sí podemos “practicar misericordia con alegría”, como recomendaba san Pablo (Rom 12, 8). Tal vez haremos realidad, aunque sea un poco, el sueño del profeta: “Libera a los que han sido encarcelados injustamente… deja libres a los oprimidos… comparte tu pan con el hambriento, acoge en tu casa a los pobres vagabundos, viste al que va desnudo. ¡No los rehuyas, que son hermanos tuyos! 



Entonces brillará como el alba tu luz y tus heridas se cerrarán en un momento… Entonces tu luz se alzará en la oscuridad, tu atardecer será claro como el mediodía… Serás como un huerto empapado de agua, como una fuente que nunca cesa” (Is 58, 6-11).

lunes, 5 de diciembre de 2016

Los tres corazones de Jesús

Los tres corazones de Jesús
La doctrina de Juan Eudes habla de tres corazones: el de carne, el espiritual y el divino. El corazón de carne es el corazón de su cuerpo y el  corazón espiritual es «la parte superior de su alma santa y también su vo­luntad humana»; el corazón divino es «el amor que desde toda eternidad tiene en el seno adorable de su Padre», o el amor de Jesús en cuanto Dios y en cuanto principio, con el Padre, del Espíritu Santo[1]
El papa Pío XII, en su encíclica, Haurietis aquas, tomando esta idea de Juan Eudes, hablaría de un triple amor. En este sentido se entiende la afirmación de Mons. Guillon: «Para Juan Eudes el corazon es el amor y la caridad. Pero en María y Jesús el amor es una realidad compleja». Se puede decir que la doctrina eudista del corazón describe un eje de interioridad que va de lo divino a lo carnal y de lo carnal a lo divino; de lo exterior del ser visible pasa al interior del ser humano para encontrar allí al Dios que es la trascendencia desde dentro de uno mismo, o «por dentro», como acertadamente escribe R. Hebert[2]Se llega al Dios trascendente, pero en el interior, en el corazón.
Sin embargo, no consiste en esto lo peculiar de su hallazgo; lo fundamental en él es haber puesto de relieve que Dios no es un ser lejano e indiferente, que tiene corazón y que Dios nos ama con un corazón de hombre, el corazón mismo de Jesús, la se­gunda Persona de la Trinidad, y que, gracias a ello, el hombre puede responder a su amor con un corazón que es propio también de Dios, de acuerdo  a la palabra que Ezequiel pone en boca de Yahvé: «Yo les daré un corazón nuevo, pondré en Uds. un espíritu nuevo, quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26). 
Por eso, para Juan Eudes, el Corazón de Cristo es nuestro corazón. Cuando en sus escritos, refiriéndose a nuestro corazón, nos dice «Tu corazón», así con mayúsculas, se está refieriendo al Corazón de Cristo que por nuestra adherencia a Jesús, se ha convertido en nuestro propio corazón. Hemos llegado a la cima de la espiritualidad según Juan Eudes: a la santidad en el amor desde la perspectiva de Jesús.
Se entiende, entonces, por qué Juan Eudes se excede en expresiones de alegría cuando considera que esa experiencia y esa doctrina espiritual habían madurado suficientemente como para expresarse en aquella primera fiesta del Sagrado Corazón. Por otra parte, él no se consideraba un innovador; sabía que su doctrina engarzaba plenamente con las Escrituras y con la gran corriente expresada en la Tradición de la Igle­sia. Y es así. Si algún mérito hay en él, consiste en haber revalorizado otra vez uno  de los aspectos esenciales del viejo tesoro de la Iglesia.

Corazón y espiritualidad
La devoción  que tiene como centro el «Corazón único de Jesús y de María», expresión cimera de la espiritualidad eudiana, es casi una síntesis de toda ella pues presenta todos sus elementos principales. Podemos señalar, esquemáticamente, algunas de esas características, leídas desde la antropología moderna y de cara a la experiencia diaria del cristiano común.
Hay que empezar, no obstante, recordando que, como decía Santa Margarita María de Ala­coque, «El Corazón de Jesús es todo Je­sús». Lo que equivale a afirmar, con Juan Eudes, que «El Corazón de María es toda María y todo Jesús». En otras palabras, hablar del Corazón de Jesús o de María es hablar de su Persona entera pero -como decíamos- contemplada desde dentro, desde su máxima interioridad, desde su urdimbre afectiva: desde el Amor con que Dios ama esa Persona y con que ella ama a Dios y a los hombres.

Dios es Misericordia
Juan Eudes quería dar a conocer a Dios como máximo Amor, y quería mostrar que la misericordia de Dios para con el hombre tiene un peso de sudor y de sangre. De esa manera, la devoción al Corazón respondía a la sensibilidad de una época tan ávida de lo experimental y sensible como aquel siglo XVII. Por eso, la gente de entonces no solía hablar directamente de Dios, sino que prefería hablar de la persona divina de Cristo; al fin y al cabo, el Dios-Hijo sí se hace visible y audible en el hombre-Jesucristo. A Juan Eudes le resultaba mucho más fácil mostrar que Dios no es una idea abstracta, que Dios nos ama a cada uno de no­sotros, aún al más despreciable, con ardor de corazón. Ahí estaba para probarlo el mismo Cristo: su Corazón es el corazón humano que Dios se dio a sí mismo para poder revelar su amor de la manera más viva y pedagógica. El corazón que necesitaba Dios para experimentar las miserias de los misera­bles[3]He aquí el contenido pleno del símbolo eudiano del corazón, y lo más característico de su proyecto espiritual: Dios es Amo­r-para-nosotros, un Dios que nos ama, un Dios con Corazón.
Tal es el «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo» que Juan Eudes contempla a partir del conocimiento del Hijo: «¿Quién es esta misericordia? Es nuestro bondado­sísimo Salvador». Así lo recoge también en aquella hermosa oración: «Todo lo consideraste, Padre adorable y, sin embargo, no dejaste de enviarnos a tu Hijo amadísimo. ¿Quién te obligó a ello? El amor de tu corazón paternal hacia nosotros, tan incomprensible que podemos decir: Padre de las misericordias, parece como si tú nos amaras más que a tu Hijo y que a ti mismo, pues que es una sola cosa contigo. Hasta podemos decir que parece como si por amor a nosotros odiaras  a tu hijo y a ti mismo. Oh bondad incomprensible, oh amor admirable. Esto es algo del amor infinito del amable corazón del Padre eterno por nosotros»[4].
Para Juan Eudes, comenta Mons. C. Guillon, el Corazón de Cristo es «la prueba viviente de que Dios nos ama más allá de toda medida». Todo lo que brota de ese Corazón, palabras (la parábola del hijo pródigo), actitudes (su solicitud por todos los que sufren), actos (las curaciones, la multipli­cación de los panes), don total de sí mismo sobre la cruz, todo eso manifiesta que Dios es ternura y misericordia[5]. 
Insiste en que «nuestro benignísimo Redentor se encarnó para ejercer su gran misericordia para con nosotros... Habiéndose hecho hombre y habiendo tomado un cuerpo y un corazón capaz de sufrimiento como el nuestro, estaba lleno de una tal compasión de nuestras miserias y las ha llevado en su corazón con tanto dolor que no hay palabras que puedan expre­sarlo»[6]. En el misterio -y gran símbolo- de ese Corazón, revela, mani­fiesta, proclama y es, en latidos humanos, el Amor misericordioso de Dios a los hombres, la máxima expresión sacramental de su Ternura. 
Por eso, creer en Cristo y conocerlo de verdad es creer en ese infinito Amor de Dios y co­nocerlo realmente. Así, pudo confesar el evangelista Juan, hablando en primera persona  plural, y refiriéndose ex­presamente al Verbo Encarnado, Jesucristo: «Nosotros hemos conocido el Amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (I Jn 4,16). Pero a Je­sucristo sólo se le conoce verdaderamente cuando se ha entrado en comunión viva con su Corazón y, sobre todo, cuando se ha llegado a una íntima expe­riencia de ese misterio de amor.

El Corazón de Jesús y María, epifanía de la misericordia
Creer en el Amor misericordioso de Dios y, sobre todo, descubrirlo expe­riencialmente demostrado, simbolizado y expresado en el Corazón de Cristo y también -con un especial e inconfundible latido femenino y maternal- en el Corazón de María, es la mejor escuela para aprender a amar a Dios y a los hombres todos con el mismo Amor misericordioso de Dios, con la misma in­finita Ternura que él nos ha manifestado y demostrado
En El Corazón Admirable, Juan Eudes describe el Corazón de María como «una imagen viviente de la Misericordia divina»[7]intuición muy suya de que la misericordia de Dios tiene rostro humano, y no un rostro cualquiera, sino ese rostro hecho de ternura, delicadeza, perdón, comprensión, servicio, etc., que para nosotros expresa la persona de María, especialmente mediante el símbolo de su corazón femenino y maternal. 
Esta visión mariana de Juan Eudes se corresponde con muy recientes hallazgos de la teología y la espiritualidad cristianas. Juan Pablo II, hablando de María y precisamente de su Corazón, ha dicho: «María es la que de una manera singular y excepcio­nal ha experimentado, como nadie, la misericordia y, también de manera ex­cepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su Corazón la propia partici­pación en la revelación de la misericordia divina... María es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina»[8]. Y el P. Severino M. Alonso comenta: «En María, Dios nos ama con amor maternal. María es como un "sacramento" -signo visible y eficaz- del Amor que Dios nos tiene. María es un don de Dios a los hombres, es Amor de Dios hacia nosotros»[9]
En resumen, acercarse al Corazón de Jesús y de María y entrar en su más profunda interioridad -en el misterio de ese Corazón- es tener una vigorosa experiencia del Amor misericordioso de Dios, que nos ama como Padre y como Madre, con amor de hombre y con amor de mujer. Pocas épocas tan necesitadas de esa experiencia como la nuestra.




[1] OC, VIII, 344-347.
[2] HEBERT R., Conf. cit.
[3]  Cf. Mons. DUBOST M., Homilía con motivo del Tricentenario de la muerte de san Juan Eudes, en la Iglesia de san Juan de Caen. También Los Eudistas en América del Norte, vol. XIII, Nº 1, 81.
[4] O.E., p. 579.
[5] GUILLON Cl., Conferencia  en el Congreso de religiosos(as) de Portugal. Fátima,  septiembre de 1981, 
[6] OC, VIII, 53.
[7] OC, VII, 7.
[8] DM, 9.
[9] S. Ma. ALONSO, El misterio de la vida cristiana, Salamanca, 1979, 2.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

ESOS FALSOS “CUENTOS” DE LA JUSTICIA



FALSOS «CUENTOS» DE NAVIDAD
LA VERDAD

No hay suficientes alimentos para todos.
La FAO dice que hay tierra fértil para 10 veces la población mundial actual.
En el mundo hay demasiada población.
Actualmente se producen alimentos para el doble de la población mundial.
Sólo el progreso económico acabará con el hambre.
En 2008, con una de las mayores cosechas de la Historia, aumentó el precio de los alimentos debido a la especulación financiera .
La justicia es incompatible con la eficiencia económica.
Hoy, el 1% de la población acumula el 35% de la riqueza mundial, mientras hay 240 millones de desempleados, según la OIT.
Y el “Cuento” que más hambre produce:
¡No se puede hacer nada!
Millones de empobrecidos luchan organizadamente por la Justicia hoy: Niños denunciando el hambre, campesinos tratando de reconquistar sus tierras, inmigrantes reclamando por sus derechos….
Entonces, ¿cómo es ese cuento de que no podemos hacer nada?


La verdadera historia: «Bienaventurados los pobres porque de ellos es….»




martes, 29 de noviembre de 2016

La esperanza llega a nuestra vida - 1º Domingo de Adviento, Ciclo A

CANCIONES PARA ORAR Y PENSAR: SALVEMOS LA HOSPITALIDAD - MIGUELI - UN AGUJERO CON MIL COLORES

Domingo 1 Adviento Ciclo A ( Castellano )

Del Corazón de la Madre al Corazón del Hijo

Del Corazón de la Madre...
En el pensamiento de Juan Eudes la devoción al Corazón del Hijo no puede separarse del Corazón de la Madre. Más aún, podemos afirmar que Juan Eudes llegó al Corazón de Cristo a través del Corazón de María. Histórica­mente, él centró su mirada espiritual primero en éste, y sólo en un segundo momento consideraría, de manera particular, el Corazón de Jesús. De la contemplación de Jesús «viviendo y reinando en María» -tal como lo expresa en Vida y Reino- fue pasando poco a poco a centrar su mirada en la Virgen Madre, hasta descubrir su Corazón; este descubrimiento se dio en 1643, cuando acababa de abandonar el Oratorio: al meditar sobre la vida cristiana en cuanto parti­cipación de la vida de Cristo, comprendió que nadie mejor que María había vivido esto a través de una identificación extraordinaria con su Hijo. Constataba así que lo que hay de más importante, de más profundo, de más personal en Ella, es su Corazón: el centro, según el lenguaje bíblico, de su ser y la sede de su amor. Que en ese corazón, primeramente, se habían situado el «llena eres de gracia» y el «hágase en mí según tu palabra»[1].
Posteriormente, al fijar su mirada en ese corazón, descubre que allí Jesús vive y reina perfectamente. Esta idea le parece tan bella y tan importante que se propone celebrar una fiesta al Corazón de María. De hecho, compone una misa y un Oficio sirviéndose de textos de la Escritura y de los Padres de la Iglesia, complementados con oraciones, antífonas e himnos, redactados por él mismo. 
El 8 de febrero de 1648, cuando predicaba una misión en Autun, obtiene del Obispo del lugar la autorización para celebrar esta misa (y probablemente también las Vísperas): es la primera celebración litúrgica del Corazón de María en la historia de la Iglesia. Continúa luego celebrando esa fiesta y publicando textos litúrgicos que se irán extendiendo a diversas diócesis de Francia donde fueron adoptados, aun sin conocer su paternidad. De hecho, es seguro que santa Margarita María, que ingresaba a la Visitación de Paray-le-Monial 24 años más tarde (1672), los había conocido, y alimentando en ellos su piedad, aunque ignorara quién fuera el promotor de la fiesta ya que el pequeño libro litúrgico utilizado no llevaba el nombre del autor.
Las oraciones compuestas por Juan Eudes, largas pero muy bellas[2], nos ofrecen una síntesis de su espiritualidad sobre el tema del corazón. «Señor, Dios nuestro -dice la de inicio-, Tú has querido que Tu Hijo único viva y reine en el corazón de la Virgen Madre». Éste es el primer tema de la fiesta: Cristo Jesús que vive y reina en el co­razón de la Virgen Madre. En la oración de acción de gracias encontramos una perspectiva más particular: «Has querido, Señor, que la Virgen guarde y medite en su corazón el admirable misterio de Tu Hijo Jesús», aludiendo a aquello del Evangelio: «María conservaba todos esos acontecimientos y los meditaba en su corazón». 
Amaba este texto y lo meditó ampliamente. Para él, esos "acontecimientos" son los misterios de Cristo: ve a María acogerlos, rumiarlos, vivir de ellos, participar de ellos; no sólo del nacimiento de Jesús, sino de todos los demás. Es, pues, un segundo tema que exige el primero: la presencia de los misterios de Jesús en María reclama la vida de Jesús en María. 
Un tercer tema se añade luego: la identificación de Jesús con María es tan grande que ambos no forman sino un solo corazón. Juan Eudes habla, entonces, con un lenguaje muy atrevido, «del Corazón de Jesús y María» o del «del Corazón único de Jesús y María». En ocasiones emplea otra expresión ligera­mente diferente: «Jesús es el Corazón de María»: Jesús está tan pre­sente en el Corazón de María que, finalmente, el Corazón de María es Jesús[3]
Como sabemos, la oración Salve Corazón santísimo y aquel Magnificat que él redactó con tanta pasión mística, se dirigen al «Corazón de Jesús y de María». Esta unificación tan absoluta no resulta, a primera vista, fácil de entender; a algunos podría hasta parecerles que roza lo herético. Pero es fundamental, incluso desde una perspectiva eclesiológica. 
Como anota Mons. Guillon, el «misterio de la unión del Corazón de Jesús y del Corazón de María» constituye el corazón de la Iglesia, porque «el Co­razón de Jesús y de María» es, en el fondo, la célula inicial de la Iglesia[4]. Jesús se comunica primero a María; y en esa comunión inicial entre Jesús y María hasta formar un solo Corazón está germinalmente presente la Iglesia; porque esa misma comunión deberá ser ampliada más y más, hasta que todos los hombres tengan también un solo corazón. Como lo expresaba Juan Eudes en la misma oración de apertura: «Concédenos cumplir Tu voluntad y no tener sino un solo corazón entre nosotros y con Ellos».
Por eso Juan Eudes nos invita a contemplar a Cristo que vive en el Corazón de la Vir­gen María y a pedirle luego que podamos entrar en esa misma comunión, hasta no tener sino un solo Corazón con Jesús y María, y entre nosotros. En otras palabras, la fuente y la modalidad de esta unidad-comunión, que moldea a la iglesia como raíz y como meta, es precisamente nuestra unión con los Corazones de Jesús y de María; perspectiva muy rica y hermosa del pensamiento eudiano que valdría la pena profundizar.
Poco antes de morir concluiría su obra póstuma, El Corazón Admirable de la Muy Santa Madre de Dios, que sería bellamente editada en 1681, después de su muerte. Había pretendido reunir en ella todo lo que había sido dicho y todo lo que pudiese decirse en alabanza del Corazón de María. Y efectivamente, tras un ímprobo esfuerzo, logró reunir muchos textos de los Padres de la Iglesia y de autores es­pirituales, integrándolos en una voluminosa obra que, aunque en su conjunto resulta bastante indigesta, ofrece páginas muy bellas y sugerentes.

...Al Corazón del Hijo
En 1668 se da cuenta de que es necesario atender en forma especial al Corazón de Jesús y compone a tal fin un oficio en su honor; el 27 de julio de 1672 lo envía a sus coherma­nos pidiéndoles celebrar, por primera vez, la fiesta del Corazón de Cristo. Ha ido pasando, así, del Corazón de María y el Corazón único de Jesús y María al Corazón de Jesús, como síntesis de una espiritualidad que podemos definir como del amor y la misericordia. 
Este descubrimiento del Corazón de Cristo, íntimamente unido al de María hasta no formar sino un sólo corazón, representa como la plenitud de toda la vida espiritual y apostólica de san Juan Eudes[5]. Toda su doctrina se sintetiza y unifica en torno a esta devoción, que anuncia con un himno de victoria a sus hijos: «Es una gracia inexplicable, que nuestro amabilísimo Salvador nos ha concedido, el habernos dado en nuestra congre­gación el Corazón admirable de su Santísima Madre; pero su bondad sin lími­tes no se detuvo allí, ha ido mucho más lejos al darnos su propio corazón para  que sea, junto con el de su gloriosa Madre, el fundador, el superior, el prin­cipio y el fin, el corazón y la vida de esta misma congregación»[6].
Como decíamos, para él el Corazón es, manifiestamente, lo más profundo, lo más íntimo, lo más personal de Cristo, el centro de su personalidad. Hacia allí orienta su mirada, y descubre el Amor. El Amor en todas sus dimensiones: «El Corazón de Jesús es el corazón humano que Dios se dio para revelar su amor de la manera más viva. Es el corazón que necesitaba para llevar las miserias de los miserables»[7]. Este Corazón se presenta como una lograda síntesis entre lo espiritual y lo humano, como un compendio de toda la espiritualidad, como el símbolo de la interio­ridad entrelazada, que dice el P. R. Hebert[8]
De esa manera, la doctrina espiritual que Juan Eudes venía predicando desde los tiempos iniciales de Vida y Reino, basada en una pausada reelabo­ración de la doctrina paulina sobre el Cuerpo Místico, se ilumina ahora con un fulgor renovado, se embellece, profundiza y enriquece, poniendo de relieve a la vez, explica Mons. Guillon, «la interioridad de las personas y la comunión entre ellas, y hace estallar el poder del amor que, viniendo del Padre y manifestado en el Corazón de Jesús, inflama el Corazón de María antes de penetrar en los corazones de todos los hombres y de transformar el universo entero»[9]
Aspecto también especialmente interesante, rico y sugerente de nuestro patrimonio espiritual. ¿Acaso no se corresponde con una de las grandes utopías antropológicas de hoy: la reconciliación y la unificación del mundo, en la perspectiva de alcanzar una amplia comunidad solidaria, fraternal, democrática, igualitaria, justa y humana?....



[1] Dos siglos más tarde, otro apasionado de los Corazones de Jesús y de María, san Antonio María Claret, diría en forma lapidaria: «El Corazón de María es su Amor»  (Carta a un devoto del Corazón de María, Epistolario Claretiano, 1,1459, lin. 64); y comenta en otra parte: «su Corazón es el centro de su Amor a Dios y a los hombres»  (Ejercicios espirituales que practica la Cofradía del Corazón de María, Barcelona, L.R., 1863, p. 34).

[2] Posteriormente han sido reducidas a petición de Roma.

[3] Cf. para este tema, Cl. Guillon, Conf. cit.

[4] Elegantemente había dicho Bossuet: «La Iglesia  es Jesús extendido y comunicado». Cf.GUILLON, CL, Coferencia en el Congreso de religiosos(as) de Portugal, Fátima, sept. de 1981.

[5] Cf. C. GUILLON, Esprit et vie, Nº 6 (1973), p. 82.

[6] Cf. Carta del 29 de julio de 1672 a las comunidades eudistas para invitarlas a celebrar por vez primera la fiesta del Corazón de Jesús, O.C., tomo X, p.459.'

[7]  Les Eudistes en Amerique du Nord, vol. XIII, Nº 1, 81.

[8] HEBERT R., Conferencia, en Caracas....

[9] GUILLON, CL, Coferencia en el Congreso de religiosos(as) de Portugal...