miércoles, 2 de marzo de 2016

Jesús es el Hombre-Corazón, el Hombre perfecto


El cristianismo, sin que pueda reducirse a un simple humanismo, es y realiza una verdadera humanización, cuando se vive en au­tenticidad. Más aún, de hecho es la mejor y más cabal realización de lo ver­daderamente humano. Porque es una real configuración con Jesucristo, que es el Hombre perfecto. 

Jesús es el Hombre cabal, utopía ejemplar para toda la humanidad, en quien todo hombre ha sido pensado y creado por el Padre. Por eso, en la medida en que alguien se va pareciendo más a Cristo -en sus actitudes, en su mentalidad, en su entrega a Dios y a los hombres por amor-,  en esa misma medida se va haciendo más humano, más hombre. O como dijo el Vaticano II: «El que sigue a Cristo, Hom­bre perfecto, él mismo se hace más hombre». '

Por su parte, la Comisión Teológica Internacional ha podido afirmar: «La verdadera hu­manización del hombre alcanza su culmen en la gratuita divinización... En Jesucristo, Dios y Hombre, se encuentra la plenitud escatológica del hom­bre»( GS 41). Y añade en seguida: «La deificación, entendida correctamente, hace al hombre perfectamente humano. La deificación es la verdadera y última humanización del hombre».

Todas las páginas del Evangelio son un grito que proclama la humanidad y el humanismo de Jesús. Y nada revela tanto y tan expresivamente ese huma­nismo y esa humanidad como su Corazón. Por eso, hablar del Corazón de Je­sús -y, análogamente, del Corazón de María- y vivir una espiritualidad cen­trada en este misterio, como nos enseña san Juan Eudes, es afirmar y promover un humanismo realista, supe­rando definitivamente todo peligro de «docetismo», de jansenismo o de an­gelismo desencarnado, esas deformaciones del evangelio que tan funestas consecuencias de deshumanización han tenido para la vida cristiana. 

Podemos incluso afirmar que vivir en intimidad y en comunión con Jesús y con María, en el misterio de su Corazón, es la mejor escuela del humanismo integral. En síntesis, la espiritualidad del Corazón nos dice que Cristo, el modelo de hombre perfecto, es mucho más que un hombre con corazón: es un hombre-corazón; por eso, nosotros sus discípulos no podemos menos que ser los hombres del Corazón.

Y esto aunque, en  los múltiples “Gólgotas”  del hombre siga predominando el silencio de Dios. Quizás por eso, precisamente. El evangelio no oculta las dificultades y peligros de esta situación: algunos servidores del amo ausente comenzaron a comportarse de manera inicua (Mt 24,48); otros escondieron los talentos y se despreocuparon de hacerlos rendir (Mt 25,25); algunas de las muchachas perdieron la tensión de la espera y dejaron apagar sus lámparas (Mt 25,3) otros pretextaron que el Señor no se había dejado ver claramente, que no había «avisado» que el llanto y los gritos que habían oído eran los suyos (Mt 25,37); los discípulos, queriendo retener en la transfiguración una forma de presencia gratificante (Lc 9,33), o ensimismados después de la ascensión, merecerán un velado reproche por quedarse plantados mirando al cielo (Hch 1,11).

Pienso que, sin excluir la promoción integral, la liberación personal, el compromiso por la justicia, la solidaridad, etc., el ministerio de la presencia, el «estar con el otro», que incluye todos los aspectos, es, hoy por hoy, quizás el único posible y lo único, al mismo tiempo, que puede devolver la confianza, la paz y su vocación plena al ser humano.



Aquí Juan Eudes tiene una palabra contundente qué decir. Y a quienes seguimos su enseñanza nos corresponde la tarea de promover esa humanización  real en complejo mundo de nuestros días, promoviendo y viviendo una espiritualidad del corazón que atienda a esos valores cuya ausencia están destruyendo al hombre, a la sociedad y al mundo.

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