martes, 31 de mayo de 2016

Los rostros del hambre nos siguen interpelando...


Este rostro es, hoy, el de millones de niños y niñas que mueren de hambre,,, quizás muy  cerda de ti...

Y tú, ¿acaso  eres de los que botan comida, o de los que nadan en delicatesses, aún a sabiendas de que ésa no  puede ser la voluntad del Dios en el que dices creer?

¿No temes que el día de tu muerte escuches de Él aquellas terribles palabras: “Tuve hambre... y no me diste de comer”?

sábado, 28 de mayo de 2016

El grito de Jesús sigue resonando: Denles ustedes de comer....

¿Sigue moviéndonos el corazón el grito de Jesús ante la multitud hambrienta de pan, hoy cuando celebramos el misterio de Jesús hecho pan, en este año de la Misericordia? ¿O no? Porque ese Jesús sigue ocupado en curar a aquellas gentes enfermas y desnutridas que le traen de todas partes. 
Lo hace, según el evangelista, porque su sufrimiento le conmueve. Mientras tanto, sus discípulos ven que se esta haciendo muy tarde. Su diálogo con Jesús nos permite penetrar en el significado profundo del episodio llamado erróneamente “la multiplicación de los panes”.
Los discípulos hacen a Jesús un planteamiento realista y razonable: “Despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer”. Ya han recibido de Jesús la atención que necesitaban. Ahora, que cada uno se vuelva a su aldea y se compre algo de comer según sus recursos y posibilidades.
La reacción de Jesús es sorprendente: “No hace falta que se vayan. Denles ustedes de comer”. El hambre es un problema demasiado grave para desentendernos unos de otros y dejar que cada uno lo resuelva en su propio pueblo como pueda. No es el momento de separarse, sino de unirse más que nunca para compartir entre todos lo que haya, sin excluir a nadie.
Los discípulos le hacen ver que solo hay cinco panes y dos peces. No importa. Lo poco basta cuando se comparte con generosidad. Jesús manda que se sienten todos sobre el prado para celebrar una gran comida. De pronto todo cambia. Los que estaban a punto de separarse para saciar su hambre en su propia aldea, se sientan juntos en torno a Jesús para compartir lo poco que tienen. Así quiere ver Jesús a la comunidad humana.
¿Qué sucede con los panes y los peces en manos de Jesús? No los “multiplica”. Primero bendice a Dios y le da gracias: aquellos alimentos vienen de Dios: son de todos. Luego los va partiendo y se los va dando a los discípulos. Estos, a su vez, se los van dando a la gente. Los panes y los peces han ido pasando de unos a otros. Así han podido saciar su hambre todos.
El arzobispo de Tánger ha levantado recientemente, una vez más, su voz para recordarnos “el sufrimiento de miles de hombres, mujeres y niños que, dejados a su suerte o perseguidos por los gobiernos, y entregados al poder usurero y esclavizante de las mafias, mendigan, sobreviven, sufren y mueren en el camino de la emigración”.
En vez de unir nuestras fuerzas para erradicar en su raíz el hambre en el mundo, solo se nos ocurre encerrarnos en nuestro “bienestar egoísta” levantando barreras cada vez más degradantes y asesinas. ¿En nombre de qué Dios los despedimos para que se hundan en su miseria? ¿Dónde están los seguidores de Jesús?

¿Cuándo se oye en nuestras eucaristías el grito de Jesús. “Denles ustedes de comer”? ¿ Ni siquiera en este Año de la Misericordia?

Hoy día de la Eucaristía...¿sigue sin tocarnos el corazón el grito de Jesús?

¿Sigue moviéndonos el corazón el grito de Jesús ante la multitud hambrienta de pan, hoy cuando celebramos el misterio de Jesús hecho pan, en este año de la Misericordia? ¿O no? Porque ese Jesús sigue ocupado en curar a aquellas gentes enfermas y desnutridas que le traen de todas partes. 
Lo hace, según el evangelista, porque su sufrimiento le conmueve. Mientras tanto, sus discípulos ven que se esta haciendo muy tarde. Su diálogo con Jesús nos permite penetrar en el significado profundo del episodio llamado erróneamente “la multiplicación de los panes”.
Los discípulos hacen a Jesús un planteamiento realista y razonable: “Despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer”. Ya han recibido de Jesús la atención que necesitaban. Ahora, que cada uno se vuelva a su aldea y se compre algo de comer según sus recursos y posibilidades.
La reacción de Jesús es sorprendente: “No hace falta que se vayan. Denles ustedes de comer”. El hambre es un problema demasiado grave para desentendernos unos de otros y dejar que cada uno lo resuelva en su propio pueblo como pueda. No es el momento de separarse, sino de unirse más que nunca para compartir entre todos lo que haya, sin excluir a nadie.
Los discípulos le hacen ver que solo hay cinco panes y dos peces. No importa. Lo poco basta cuando se comparte con generosidad. Jesús manda que se sienten todos sobre el prado para celebrar una gran comida. De pronto todo cambia. Los que estaban a punto de separarse para saciar su hambre en su propia aldea, se sientan juntos en torno a Jesús para compartir lo poco que tienen. Así quiere ver Jesús a la comunidad humana.
¿Qué sucede con los panes y los peces en manos de Jesús? No los “multiplica”. Primero bendice a Dios y le da gracias: aquellos alimentos vienen de Dios: son de todos. Luego los va partiendo y se los va dando a los discípulos. Estos, a su vez, se los van dando a la gente. Los panes y los peces han ido pasando de unos a otros. Así han podido saciar su hambre todos.
El arzobispo de Tánger ha levantado recientemente, una vez más, su voz para recordarnos “el sufrimiento de miles de hombres, mujeres y niños que, dejados a su suerte o perseguidos por los gobiernos, y entregados al poder usurero y esclavizante de las mafias, mendigan, sobreviven, sufren y mueren en el camino de la emigración”.
En vez de unir nuestras fuerzas para erradicar en su raíz el hambre en el mundo, solo se nos ocurre encerrarnos en nuestro “bienestar egoísta” levantando barreras cada vez más degradantes y asesinas. ¿En nombre de qué Dios los despedimos para que se hundan en su miseria? ¿Dónde están los seguidores de Jesús?

¿Cuándo se oye en nuestras eucaristías el grito de Jesús. “Denles ustedes de comer”? ¿ Ni siquiera en este Año de la Misericordia?

viernes, 27 de mayo de 2016

¡Denles ustedes de comer!





¡Denles ustedes de comer!


La palabras de Jesús a sus discípulos
cuando aquella «multiplicación de los panes»
que se nos recuerda en cada celebración
del Corpus  Christi.
Porque es una consecuencia obligante
de la Eucaristía como compromiso de vida.

Palabras que no deberíamos olvidar nunca.
Porque es lo primero que espera Dios de cada uno de nosotros.
Y lo que esperan todos los “muertos de hambre”.

Si de nuestra relación con Dios no nace esta exigencia,
podemos estar seguros de que ese dios es falso.
Si no veo a Dios en el que se muere de hambre,
mi dios es un ídolo que yo me he fabricado
para evadir el llamado del Dios verdadero.

La clave del mensaje de Jesús es la misericordia.
Si no me aproximo al que me necesita,
me estoy alejando del Dios de Jesús.
Pero si realmente he descubierto a Dios dentro de mí,

lo estaré viendo siempre en cada pobre.


Lo que Dios me pide,
como diría Juan Eudes,
es que me eche sus hambres sobre mis espaldas,
me mueva y conmueva el deseo de satisfacerlas,
y haga para ello lo que esté a mi alcance.




91 AÑOS DE LA CANONIZACIÓN DE SAN JUAN EUDES 31 de mayo de 1925-2016

91 AÑOS DE LA 
CANONIZACIÓN DE 
SAN JUAN EUDES


“Jesús, tú eres el Santo de los Santos 
y la santidad personificada ”
( Vida y Reino, VII parte)

UNIDAD DE ESPIRITUALIDAD EUDISTA
¿EN QUÉ CONSISTE LA PERFECCIÓN Y SANTIDAD CRISTIANAS?

La perfección y santidad del cristiano consisten en entregarnos y en unirnos sin cesar a Él en calidad de miembros suyos, y en continuar haciendo lo que Él hizo y como Él lo hizo, con las mismas disposiciones e intenciones suyas, y en configurar en todo nuestra conducta con la de Jesús, en imitar cuidadosamente todos sus ejemplos, sin apartarnos jamás de nuestro divino Modelo y Maestro: Cristo, Nuestro Señor.

(Vida y Reino, VII parte, En el momento de nuestro nacimiento)


EL CAMINO A LA SANTIDAD DE JUAN EUDES

Invocando los Corazones de Jesús y María y habiendo exhorta-do a sus hermanos a la concordia, Juan Eudes expiró el 19 de agosto de 1680 a los 79 años. Sobre la piedra sepulcral se leían las últimas palabras de su epitafio: “vivió piadosamente, murió santamente”. La opinión de su santidad no se interrumpió jamás, antes por el contrario creció de día en día.

El 26 de febrero de 1874, el papa Pío IX firmó la introducción de la causa del venerable Siervo de Dios; el 06 de enero de 1903, el papa León XIII, antes de dar a conocer su pensamiento, se expresó así: “Cuando se trata de Juan Eudes, se trata de un prestantísimo varón, que por la santidad de su vida se constituyó no solo en el preclaro ejemplo, sino que hizo perennes servicios a la humanidad entera por su ilustre celo en la salvación de las almas...”.

Otros prodigios vinieron a confirmar la fama de su santidad: la curación de la hermana Agustina Chassé, del Instituto de Nuestra Señora de la Caridad, de Rennes, quien padecía de cáncer en el estómago. Igualmente, la hermana Lucía, se vio libre de una múltiple parálisis originada por una lesión orgánica cerebro-espinal.

Finalmente, Luis Bourdon alcanzó el prodigio divino: habiendo perdido por completo la vista, imploró el patrocinio del Siervo de Dios y obtuvo la curación instantánea y perfecta. Estos milagros hicieron que Pío X, el 03 de mayo de 1908 declarara solemnemente que “existía certeza respecto de los milagros propuestos”. El tercer domingo de Adviento de ese año se publicó el Decreto que afirmaba: con toda seguridad podía procederse a la solemne beatificación del Siervo de Dios Juan Eudes”. Esta se realizó el 25 de abril de 1909.

Dos milagros más serían la causa de la elevación a los altares de Juan Eudes como santo de la Iglesia: el primero, la curación a la hermana Juana Beatriz Londoño, de la Congregación de las Hermanas de la Caridad de la Presentación de Tours, en la ciudad de Manizales (Colombia) de la enfermedad de gastralgia, diabetes grave con complicaciones renales, nefritis, furunculosis y abscesos.

El segundo lo obtuvo Buenaventura Romero, en Guasca, también territorio colombiano, a quien se le diagnosticó peritonitis traumática y una fractura de cráneo y luego de haber rezado con devoción a Eudes logró restablecerse. Una vez aprobados estos milagros, se fijó la fecha de canonización para el día 31 de mayo de 1925, solemnidad de Pentecostés.
(Bula de canonización de Juan Eudes)

PALABRAS DEL PAPA PÍO XI EN LA CANONIZACIÓN DE JUAN EUDES

“Su voz resonó por toda Francia, arrancando, como fecundo predicador de la verdad eterna, innumerables presas al antiguo enemigo del género humano para restituirlas al divino Redentor. Y, dejando a un lado el resto, dejó como heredero de su apostolado a la Sociedad de Religiosos de Jesús y María e inflamó con su celo a las Hermanas de Nuestra Señora de la Caridad a las cuales, aparte de los tres votos acostumbrados, obligó con un cuarto voto a hospedar y a reconducir a la práctica de la vida honesta a las mujeres pecadoras, sin olvidar la misericordia que Jesucristo demostró hacía la Samaritana y a la mujer pecadora y adúltera”.

(Anuario de la Historia de la Iglesia, Vol. 19/2010/287-289)


Director: P. Álvaro Duarte Torres CJM 
Diseño y compilación: Hermes Flórez Pérez IDAD 
UNIDAD DE ESPIRITUALIDAD EUDISTA.

Jesús de Nazaret, hermano herido



Quienes celebran cada año la navidad, en medio del jolgorio y el dispendio, suelen olvidar que ese precioso niño de Belén es el mismo que, años más tarde, ya adulto, sería crucificado a petición de los mismos que cuando entró a Jerusalén gritaban Hosanna, y una semana más tarde pedirían a Pilato: “Crucífíquelo”.
Y es casi seguro que si ese Jesús volviera hoy a nuestras calles a predicar lo mismo que predicó entonces, muchos de los que hoy le cantan nanas y villancicos lo  crucificarían de nuevo.
Por eso cabe que, en un ejercicio de sana memoria, ubiquemos de nuevo, aquí, el conmovedor artículo que,  en una semana santa, publicó José Arregi. Vale la pena que lo leamos y meditemos con calma en este año de la misericordia que ya casi finaliza.
Va por el hermano herido. Va por ti, padre o madre sin trabajo al borde del suicidio, joven sin trabajo y sin futuro (¡un joven sin futuro!, terrible confusión de mundo y de lenguaje). Va por ti, muchacha violada o mutilada en tu carne y en tu alma, anciano abandonado con la sonrisa ya perdida. Y por vosotros, todos los amores traicionados
Va por ti, pobre niño soldado doblemente pobre, y vosotras, muchedumbres hambrientas que los grandes poderes asesinan cada día sin rastro de mala conciencia, sin que nadie pida perdón ni exija reparación. Dejadme que bese todas vuestras lágrimas, pues son la esencia más sagrada de esta tierra herida.
Va por ti, Jesús de Nazaret, Hermano Herido. Déjanos sumarnos hoy a esa confusa multitud de Jerusalén que te aclama con sus palmas de olivo o de laurel, con su voz rasgada o su silencio desnudo, con su ira contenida o su esperanza incierta. Ellos con todas sus heridas, y todos nosotros con las nuestras.
Tú eras entonces joven y fuerte, Jesús. Eras tierno y valeroso. Parecías intacto en tu cuerpo y en tu alma, pero ninguna herida te era ajena. Eras como aquel buen samaritano de tu parábola, que los sacerdotes y los levitas del templo a quienes habías ofendido con ella, y muchos escribas a quienes habías provocado, te la tenían guardada.
Tus ojos. Tus ojos lo habían observado todo muy de cerca: la desesperación de los campesinos despojados de sus tierras, la miseria de los pescadores del rico lago de Galilea, el desaliento de los jornaleros esperando en la plaza de las aldeas, la humillación de las mujeres, el llanto de los niños (¡qué tsunami el llanto de un niño!), la dictadura de los impuestos, el yugo de las deudas impagables, la desdicha de los leprosos a las afueras de todo, el dolor de los enfermos al borde de los caminos.
Y la prepotencia del prefecto romano, la sombría altivez del Sumo Sacerdote, la codicia de los terratenientes, los abusos de los soldados. Y la dureza implacable de los justos sin bondad. Y la sangre derramada de los animales y el dinero sustraído a los pobres que sostenían el templo. Así era aquel mundo en que viviste, tan semejante al nuestro, y tus ojos lo vieron todo, junto con la belleza de los campos, el vuelo de los pájaros y el brillo de los ojos.
Tu corazón. Tu corazón sensible y fuerte, tu corazón palpitante. Donde había alegría, te alegrabas. Donde había pasión, padecías sin desmoronarte. Nunca te evadiste, nunca diste un rodeo para no encontrarte con el herido del camino. Tuviste compasión de la gente hambrienta, del ciego de Jericó, del leproso impuro. ¡Gracias, Jesús, en su nombre y en el nuestro!
No te imagino como un hombre perfecto, pero eras compasivo. Y nunca evadiste e riesgo de ser contaminado por los leprosos y los “pecadores”, tal vez porque no eras perfecto. Pero ¿qué perfección necesita este mundo si no es la dulce compasión con todo lo imperfecto y con todo lo herido? ¡Gracias, Jesús, por ser como fuiste!
Tus labios. Tus labios eran de profeta, y nunca callaron nada de lo que veía la luz de los ojos y nada de lo que dictaba la compasión del corazón. Tus palabras estaban hechas de luz y de fuego, como tus ojos, pero también de misericordia y consuelo, como tu buen corazón. Tus palabras provocaban, pero nunca condenaban. Consolaban al afligido y transformaban a todos.
“Luz que penetra las almas y fuente del mayor consuelo”: eso es el Espíritu del Eterno; eso fuiste y, cuando somos de verdad, nosotros también somos eso. ¡Gracias, Jesús, por haberlo revelado en tu carne herida y dichosa!
Un día dijiste: “Nada es impuro en la creación de Dios, ni cuerpos ni alimentos ni gentes”, y los guardianes de la pureza fruncieron el ceño. Otro día dijiste: “El sábado, es decir, toda la Ley de Dios, está hecha para la vida, no la vida para la Ley”, y las alarmas se encendieron.
Sobre una verde colina de Galilea, en medio de campesinos arrendatarios, jornaleros y pescadores miserables, dijiste una vez: “Bienaventurados los pobres, porque pronto dejaréis de serlo. Bienaventurados los que lloráis, porque pronto haréis fiesta. Bienaventurados los mansos y pacíficos, porque sois hijas e hijos de Dios, y la mansedumbre y la paz son más fuertes que la violencia y la fuerza de las armas”.
Cuando lo oyeron Pilato, el procurador romano, y Herodes Antipas, el rey judío vasallo, se inquietaron. Pero tú seguiste sin miedo.
Cuando ya crecía la primera luna de la primavera, acompañado de tus discípulos y discípulas subiste a Jerusalén a celebrar la Pascua, a convertir al Sanedrín o a provocarlo, a anunciar el “reino de Dios” o a adelantarlo.
Fue entonces cuando un grupo de simpatizantes tomaron palmas en sus manos y te aclamaron. Los guardias del pretorio y los sacerdotes del templo se volvieron a alarmar. Tenías 35 años más o menos, y toda la fe y la libertad de los profetas, y todo el fuego y la inspiración del Eterno.
Y fuiste al templo, soltaste a los pobres animales, volcaste las mesas en que cambiaban la moneda para el pago del impuesto, y dijiste: “¡Destruid este templo! Dios no quiere templos. Dios no quiere impuestos, ni sacrificios, ni sacerdotes, ni dogmas. Dios solo quiere libertad y bondad. ¡Hay que destruir este templo!”. Allí mismo te arrestaron. Y lo que siguió fue terrible para ti. Corriste la suerte de todos los malditos de la tierra.
Pero nosotros te bendecimos, Jesús. Eres nuestro Hermano Herido y te recordamos cada día con emoción y gratitud. Y humildemente, porque ¡cuán lejos estamos nosotros de ti! Pero, aunque sea de lejos, más de lejos incluso que Pedro, que te abandonó aquel terrible día, y mucho más de lejos que María de Magdala y otras mujeres que te siguieron hasta el Calvario, nosotros también queremos seguirte.
Permítenos sumarnos humildemente a aquella sencilla gente que –no sabemos si de esperanza o desesperación– te aclamó en las calles de Jerusalén, sin saber que ibas a fracasar tan pronto y tan joven. Déjanos celebrar tu vida, contemplar tus heridas, por si tu memoria nos convierte a la bondad y a la esperanza.  
Tú no viniste enviado por un dios cruento para expiar nuestras culpas con tu sangre. Tú viniste a anunciar el nuevo tiempo de la curación, de la restauración, para todas las criaturas heridas del mundo, entre ellas nosotros. Tú lo llamabas “reino de Dios”. Pero los reyes de este mundo –y los poderes religiosos aliados con ellos– no te dejaron; te arrestaron,  te juzgaron, te condenaron, te torturaron, te crucificaron.
Pero la contemplación de tu cuerpo herido nos cura, Jesús, nos sana, nos salva. No nos salva tu cruz (¡malditas sean todas las cruces!), sino tu fe en Dios, tu libertad, tu solidaridad arriesgada, tu misericordio incondicioal e infinita. No nos curan tus heridas, sino tu vida feliz y generosa, tan generosa y feliz que quisiste curar a todos los heridos, aunque fueran a herirte a muerte como te hirieron. No nos salva tu muerte, sino tu vida que se hundió y germinó en la Eterna Compasión, como un grano de trigo, como una semilla de árbol que se hunde en la tierra y allí brota de nuevo.
Jesús, Hermano Herido, ya crece la primera luna de primavera. Ya florece el laurel. Ya se hinchan las olivas como lunas minúsculas en la noche del olivo, para luego hacerse aceite en la mesa, ungüento en la herida, bálsamo en la tumba, perfume en la Pascua.

José Arregi
(Publicado en el Diario español DEIA)

El papa Francisco y el sufrimiento de los niños

niño en la Franja de Gaza
Los invito a recordar hoy aquella entrevista al papa Francisco que ponía sobre el tapete el dolor injusto de los niños. Alguien le preguntó:
Usted ha estado en muchas ocasiones con niños gravemente enfermos. ¿Qué puede decir ante este sufrimiento inocente?
Y Francisco respondió:
Para mí, Dostoyevski ha sido un maestro de vida, y su pregunta, explícita e implícita, siempre ha rondado mi corazón: ¿por qué sufren los niños? No hay explicación. Me viene esta imagen: en cierto momento de su vida, el niño se “despierta”; no entiende muchas cosas, se siente amenazado, empieza a hacer preguntas a su papá o a su mamá. Es la edad del “por qué”. Pero cuando el hijo pregunta, luego no escucha todo lo que le tienes que decir y te acorrala con nuevos “por qué”. Lo que busca, más que una explicación, es la mirada del papá que le da seguridad. Frente a un niño que sufre, la única oración que me viene es la oración del “por qué”. ¿Señor, por qué? Dios no me explica nada, pero siento que está mirándome. Entonces puedo decir: “Tú sabes por qué, yo no lo sé y Tú no me lo dices, pero me ves y yo confío en Ti, Señor, confío en tu mirada”. 
Al hablar sobre el sufrimiento de los niños, no se puede olvidar la tragedia de quienes sufren hambre. Con la comida que dejamos y botamos podríamos dar de comer a muchísima gente. Si lográramos no desperdiciar, reciclar la comida, el hambre en el mundo disminuiría mucho. Me impresionó leer una estadística que habla de 10 mil niños que mueren de hambre cada día en el mundo. Hay muchos niños que lloran porque tienen hambre. El otro día, en la audiencia del miércoles, atrás de una valla había una joven mamá con su niño de pocos meses. Cuando pasé, el niño lloraba mucho. La mamá lo acariciaba. Le dije: “Señora, creo que el pequeño tiene hambre”. Ella respondió: “Sí, ya es hora…”. Y le dije: “¡Pero dele de comer, por favor!”. Ella tenía pudor, no quería amamantarlo en público, mientras pasaba el Papa. 
Entonces quisiera decir lo mismo a la humanidad: ¡den de comer! Esa mujer tenía la leche para su niño, en el mundo tenemos suficiente comida para que coman todos. Si trabajáramos con las organizaciones humanitarias y lográramos ponernos todos de acuerdo para no desperdiciar comida, mandándola a los que la necesitan, contribuiríamos mucho para resolver la tragedia del hambre en el mundo. Quisiera repetir a la humanidad lo que dije a aquella mamá: ¡den de comer a los que tienen hambre! 

¿Qué podemos hacer nosotros, servidores de la misericordia, para reducir, un poco siquiera, el sufrimiento de tantos niños?

¿Dónde ha quedado el llamado de Jesús a ser misericordiosos como nuestro Padre Dios es misericordioso?



¿Qué te dice esta fotografía?

¿Qué exégesis puedes hacer de su situación?

¿Qué significan niños como éste,
que son millones, 
marcados por la injusticia, la pobreza, el hambre, la soledad,
para nosotros que nos decimos cristianos?

¿Cómo predicarles la Buena Noticia
si nos los sacamos antes de su miseria?

¿Acaso no sientes que es Dios mismo
quien te está cuestionando,
interpelando,
y enviando,
a través del rostro adolorido y sufriente
de este niño?

¿Puedes irte a la cama en paz,

como si no estuviera pasando nada?

¿Dónde ha quedado el llamado de Jesús
a ser misericordiosos
como nuestro Padre Dios es misericordioso?

domingo, 22 de mayo de 2016

Hay muchas cruces que no son cristianas....


SI. Hay muchas cruces que NO son cristianas, sino blasfemas.
SÍ. Hay incontables imágenes de Dios que son perversas y anticristianas.
Con perdón y con permiso. Pero como dice Javier Vitoria, al hacer teología a veces hay que “dejar pelos en la gatera”.
El título condensa el contenido de este post: Hay imágenes de “Dios” que NO concuerdan con el Dios Amor que predicó Jesús con “obras y palabras”.
Hay adjetivos que NO son predicables del Dios Padre/Madre que heredamos de la tradición judía, que NO casan con el Dios compasivo que camina con su pueblo, que NO se pueden afirmar del Dios Entregado que, por Amor, “padece o quiere padecer en su humanidad” (San Ignacio). Y es que a veces se nos cuela el “dios de los amigos de Job”. Un dios que castiga, que impone cargas, que si nos descuidamos ¡hasta nos maldice!… además, estas cargas las vestimos de cruz cristiana. Quizás, por esa religiosidad dolorista que permea nuestra cultura occidental…
Frente a estos “dioses”, conviene recordar el axioma de Hans Urs von Balthasar: “Si Dios es Amor, solo el Amor es digno de fe y nada debe ser creído más que el Amor”. Un dios que me exige que sufra una relación –que pudo en su día haber sido bendecida por el sacramento del matrimonio– en la que mi pareja me humilla, me abusa o me maltrata física o psicológicamente, NO es Dios. No el Dios que en y por Jesús libera a la mujer encorvada, detiene el flujo de la hemorroísa, devuelve la vista a Bartimeo, llama a Mateo o sana a diez leprosos. Parafraseando a Lucía Ramón en su libro “Queremos el Pan y las Rosas“, quien acaba con la sacramentalidad del matrimonio es quien lo convierte en un infierno por la violencia que mata el amor, y con ello su ser signo de la Alianza de Dios con su Pueblo.
Una enfermedad, sobrevenida o congénita, un accidente de tráfico, una relación que se degenera hasta hacerse asfixiante, mobbing en el trabajo, bullying en el colegio… Pueden llegar a ser situaciones que pongan a prueba nuestra resiliencia interna, nuestra Verdad más íntima, nuestras imágenes de Dios, nuestro modo de rezar y de creer… Es siempre tentador caer en la invitación de “los amigos de Job” y racionalizar lo que nos pasa: “será que algo malo hemos hecho y ‘dios’ nos castiga” y así, sin querer, nos deslizamos hacia la culpabilidad y un sentimiento de “indignidad” que nos genera más dolor y más sufrimiento y nos aparta de un ‘dios’ a quien ni podemos adorar, ni querer, ni hablar. Todo lo más, le podríamos temer, pero eso no es propio de los hijos e hijas, como nos recuerda San Pablo.
No existen recetas fáciles ni respuestas inmediatas para el sufrimiento y el dolor en un mundo creado por un Dios bueno que es Padre y Madre de sus criaturas. Quizás (con teólogos como González Faus, von Balthasar, Jon Sobrino, Elizabeth Johnson, Gesché…) podemos esbozar una respuesta: Dios, papá/mamá Dios, NO quiere el dolor y el sufrimiento de sus niños/as ni de su creación. Por Amor, Dios ha creado; por Amor, Dios nos ha hecho libres para que podamos decidir crecer y amar libremente, para que “lleguemos a ser en plenitud lo que ya somos” (Ireneo de Lyon): “Hijos e hijas en el Hijo” (San Pablo).
Dios NO quiere nuestro sufrimiento, como no quiso el de Jesús. No puede evitarlo, como no pudo evitarlo en Getsemaní pese a las peticiones de Jesús, porque por Amor ha aceptado que seamos criaturas libres que podemos apartarnos de Él. Por Amor, Dios sufre nuestro alejamiento y comparte nuestro dolor. Y por Amor resucitará todo lo que hayamos querido y amado y enjugará todas las lágrimas en la Pascua Eterna donde ya no haya llanto ni dolor, en el nuevo Sabbat de la creación donde “nadie estará triste y nadie tendrá que llorar”.
Algunas cruces SÍ pueden (¡hay que discernir!) ser cruces cristianas. Las asumidas por y desde el Amor, las libremente abrazadas, las acogidas en el Misterio del Dios que por Amor se despojó de Sí mismo en una cruz. ¿Y las situaciones sobrevenidas? Hay que discernirlas. Tratar de vivir la enfermedad sumergidos/as en el Misterio del Amor de Dios, pidiendo que nos acompañe y nos mantenga firmes en la fe y la esperanza (¡qué difícil!) pero por Amor de Dios sin culpabilizarnos.
Y las cargas impuestas, esas ‘falsas cruces’ tenemos que combatirlas. Porque lo que niega la dignidad de los/as niños/as de Dios NO es querido por Dios y tenemos el divino derecho que nos otorga Sophia Dios (Elisabeth Schüssler Fiorenza) para resistirlo y combatirlo.
SÍ. Hay muchas cruces que NO son cristianas.

SÍ. Hay muchas imágenes de Dios que son perversas.
¿Cómo no llevar en el corazón nuestro rechazo a esas cruces y esas imágenes? ¿Cómo no desear expulsarlas ya de una espiritualidad que destruye? ¿Cómo no comenzar ya a hacer realidad ese deseo, desde una opción sincera por la misericordia al estilo de Juan Eudes?

domingo, 8 de mayo de 2016

Como discípulos de Jesús estamos llamados a ser hombres y mujeres del Corazón

Celebraremos próximamente una de las fiestas más entrañables y populares de nuestro calendario cristiano: el Sagrado Corazón de Jesús, fiesta introducida en el calendario litúrgico por San Juan Eudes.
Saltan, aquí, de nuevo y con especial fuerza las entrañas de Jesús: su voluntad, su esencia, su poder, su pensamiento, su sensibilidad. ¡Cuántas cosas! ¡Y cuántas, reflejan y simbolizan el Corazón de Jesús!
Todo lo que hizo Jesús nos conmueve, nos atrae y es objeto de admiración:
- Sus pies nos recuerdan los caminos emprendidos para encontrarse con el hombre…
- Sus ojos nos seducen cuando nos miran con amor y hasta con persuasión: “sígueme”.
- Sus lágrimas nos recuerdan nuestras traiciones, negaciones y deserciones….
- Sus manos, nos traen instantes de bendición y de entrega, montes de cruz y de pasión, lagos y llanuras de pan multiplicado y de fraternidad….
Pero ¿y su corazón? Su corazón es mucho más. Su corazón nos dice muchísimo más. Es la imagen más divina, la más certera y límpida, de lo que Jesús fue y pretendió: amor que se partía, amor que obedecía, amor que se humillaba, amor dado hasta la saciedad.
La festividad del Corazón de Jesús nos lleva inmediatamente al encuentro con Dios. El sístole y el diástole de Jesucristo fue el cumplir la voluntad de Dios y hacerla visible a los hombres. Y, por ello mismo, entrar en el Corazón de Jesús es adentrarse en el Misterio de la Trinidad; es ponerse en las manos de Dios; es saber que, Dios, habita y actúa en Cristo.
El Corazón de Jesús es el corazón de Dios que ama. El Corazón de Jesús es un camino que nos lleva al encuentro con el Padre. El Corazón de Jesús nos empuja a amar con locura a Aquel que tanto El amó y tanto nos ama a nosotros: Dios.
¿Seremos capaces de ver el secreto de la vida del Corazón de Cristo? ¿No nos estaremos quedando en el simple concepto de “corazón” cuando, el de Jesús esconde, lleva y nos atrae con una fuerza poderosa y penetrada por el Misterio?
¿Seremos suficientemente valientes para meternos de lleno en el Corazón de Jesús y saber cómo son sus sentimientos e intentar que los nuestros vayan al mismo compás que los suyos?
Decir “Corazón de Jesús en Ti confío” es saber que, Jesús, nos lleva hacia el Padre. Es comprender que sus miradas, afectos, deseos, pasión y vida, estuvieron totalmente capitalizados y orientados desde Dios.
Decir “Corazón de Jesús en Ti confío” es aproximarse a una fuente de la que brota algo, tan esencial como escaso en nuestro mundo y en las personas: amor desbordante. ¿De dónde viene? De Dios ¿Por qué brota? ¡Por amor! ¿Para quién? ¡Para el hombre!
El viejo adagio “amor con amor se paga” cobra actualidad en esta fiesta. Contribuyamos con amor al inmenso amor que el Corazón de Cristo simboliza y entrega. Y pidámosle, a la vez, que nuestro latir sea el suyo, que nuestro vivir sea el suyo, que nuestro querer y voluntad sean las suyas. No podemos decir “Corazón de Jesús en Ti confío” y luego perder la paciencia cuando no hay proporción entre esfuerzo y cosecha o entre oración y respuesta.
Todas las páginas del Evangelio son un grito que proclama la humanidad y el humanismo de Jesús. Y nada revela tanto y tan expresivamente ese huma­nismo y esa humanidad como su Corazón. Por eso, hablar del Corazón de Je­sús y vivir una espiritualidad cen­trada en este misterio, como nos enseña san Juan Eudes, es afirmar y promover un humanismo realista, supe­rando definitivamente todo peligro de «docetismo», de jansenismo o de an­gelismo desencarnado, esas deformaciones del evangelio que tan funestas consecuencias de deshumanización han tenido para la vida cristiana.
Cuántas veces preguntamos a los niños: Tú, ¿a quién quieres parecerte? Hoy, también a nosotros, en definitiva también niños en espíritu, Jesús mismo nos pregunta: ¿Quieres tener los mismos sentimientos de mi corazón? ¿Quieres amar como yo amo? ¿Quieres tener y descubrir a Dios como yo lo he descubierto y quiero? ¿Quieres obedecer aunque te cueste? ¿Quieres entregarte con ganas o sin ellas? ¿Quieres perdonar aunque te parezca que pierdas? ¿Quieres… quieres…quieres? 
Y esto aunque, en  los múltiples “Gólgotas”  del hombre, siga predominando el silencio de Dios. Quizás por eso, precisamente. El evangelio no oculta las dificultades y peligros de esta situación: algunos servidores del amo ausente comenzaron a comportarse de manera inicua (Mt 24,48); otros escondieron los talentos y se despreocuparon de hacerlos rendir (Mt 25,25); algunas de las muchachas perdieron la tensión de la espera y dejaron apagar sus lámparas (Mt 25,3) otros pretextaron que el Señor no se había dejado ver claramente, que no había «avisado» que el llanto y los gritos que habían oído eran los suyos (Mt 25,37); los discípulos, queriendo retener en la transfiguración una forma de presencia gratificante (Lc 9,33), o ensimismados después de la ascensión, merecerán un velado reproche por quedarse plantados mirando al cielo (Hch 1,11).
Podemos, incluso, afirmar que vivir en intimidad y en comunión con Jesús en el misterio de su Corazón, es la mejor escuela del humanismo integral. En síntesis, la espiritualidad del Corazón nos dice que Cristo, el modelo de hombre perfecto, es mucho más que un hombre con corazón: es un hombre-corazón; por eso, nosotros sus discípulos no podemos menos que ser también hombres y mujeres del Corazón.