jueves, 27 de octubre de 2016

Los derechos de los niños son sagrados derechos de Dios


También a este niño lo hizo Dios para la felicidad.

Y, como a él, a todos los niños del mundo.

Sería un Dios incomprensible y absurdo si diera la vida a unas criaturas para la felicidad y a otras para el sufrimiento.

Por tanto su derecho  a una vida digna y feliz
no depende de los demás, sino de su misma condición humana...
como hijos de Dios.

Pero alguien, o muchos, se la han arrebatado.
¿Quién se lo devolverá?

Entre tanto su miseria sigue clamando al cielo...

miércoles, 26 de octubre de 2016

Un Dios sólo y todo corazón


Según el evangelio Dios es Amor constitutivamente. De esta verdad Juan Eudes, abrevado ya en esa dinámica de la misericordia que, desde los profetas, recorre el Antiguo y el Nuevo Testamento, supo extraer su gran descubrimiento: nuestro Dios es un Dios con corazón. Y no cualquier corazón, sino un corazón-todo-misericordia. Un corazón que sabe recibir y acoger las miserias de los demás hasta el punto de que se le imprimen e insertan en lo más profundo de su ser.
Como contemplativo que era, como místico enamorado de Dios, Juan Eudes veía a Dios como el Padre de las misericordias, fuente de todo bien, de toda vida, de todo amor: «Adoramos en el Padre eterno dos grandes perfecciones que serán eterna­mente objeto de nuestra adoración y de nuestras alabanzas en el cielo; la primera es su divina paternidad... la segunda es la que toma de la Escritura cuando se llama 'el Padre de las misericordias y el Dios de todos los con­suelos' (2 Cor 1,3), para hacernos ver que El lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tiene un deseo infinito de hacernos partícipes de su fe­licidad eterna».
De allí que, por más herido y golpeado que esté, por más hundido que se encuentre en el pecado, el hombre siempre es la alegría de este corazón que late, de  este Dios que lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tienen un deseo infinito de hacernos partícipes de sus felicidades eternas.  Aquí está la gran profundidad de la manida frase de Bernanos: «Todo es gracia»; porque todo es camino para que Dios se aproxime al hombre. La peor de las debilidades puede llegar a ser «la alegría de Dios» cuando la asume en «su corazón que late». Porque «Dios es amor». Y es ese amor de Dios el que ha podido realizar la increíble transmutación del barro humano en capacidad de Dios. Dios es -dice Juan Eudes- «una perfección que mira las miserias de la criatura, para aliviarlas y hasta para liberarla de ellas...». Y en otro lugar comenta: «Dios venció nuestra malicia con su bondad y poder infinitos». 

En este contexto se entienden muy bien aquellas palabras de Teilhard de Chardin que ilustran y ahondan el camino eudiano: «Siento una especie de paz y de plenitud al verme avanzar dentro de lo desconocido, o, con más exactitud, en el seno de lo que resulta indeterminable en virtud de nuestros propios medios. Mientras vivimos en la zona de los elementos que dependen de nuestra libertad o de la de los otros hombres, tenemos la ilusión de que nos bastamos, y me parece que es entonces cuando nos estamos moviendo dentro de la enorme pobreza. En cambio, en cuanto nos sentimos dominados y zarandeados por un poder que nada humano sería capaz de controlar, experimento, casi físicamente, que Dios me agarra y me abraza más estrechamente, como si delante de mí desapareciera el camino y a mi lado se desvanecieran los hombres en su impotencia para una ayuda eficaz, y sólo Dios se hallara delante y en torno, espesándose a medida que uno avanza, me atrevería a decir». 

lunes, 24 de octubre de 2016

Dios es un Corazón que late en Cristo

El tema central de todo el N.T., muy en especial de todas las obras del apóstol Juan, consiste en afirmar que el Amor se ha hecho visible en Jesús, el Hijo de Dios que asume nuestra carne: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único» (1 Jn 4,9; cf. Jn 3,16). Porque su misericordia esencial no le permite a Dios darse jamás por vencido: su proyecto fiel es hacer un hombre feliz, pleno, realizado; por eso a la miseria del hombre respondió con el misterio de la Encarnación. Cristo es la gran respuesta de Dios al hombre: «el abismo de mis miserias ha atraído el abismo de su misericordia», canta sorprendido Juan Eudes en su Magníficat.
Por consiguiente, la frase «Dios es Amor» más que una definición es la narra­ción de esta manifestación visible e histórica del Amor divino al mundo. En esto consiste de verdad el amor de Dios: en la Encarnación y en la Pascua de Jesús. Aquello que se hizo visible en la historia, que incluso se pudo pal­par, fue la presencia substancial del Amor infinito e inenarrable de Dios, su Palabra definitiva. Recordemos que la revelación no pretende decirnos tanto lo que Dios es en sí mismo, en su íntima naturaleza, cuanto lo que él es para nosotros. Tal es el sentido de la Biblia, que no es un libro de teología, sino la historia de un amor el de Dios a nosotros. Se nos manifiesta como Amor en la persona de Jesucristo, en su vida, en su palabra y en su muerte: Jesús es la epifanía suprema y decisiva del amor que Dios es y del amor que Dios nos tiene. Jesús es el Amor de Dios hecho visible. La Encarnación es la revelación máxima y la prueba más fe­haciente del Amor de Dios (Jn 3,16).
Pero el Amor de Dios al hombre es, como hemos dicho, agapé, misericordia, o sea, amor gratuito, personal y entrañable (cf. Ex 34,6; Os 11,8; 2 Cor 1,3; Lc 6,30). Cristo fue la revelación de la Misericordia que es Dios: en Cristo y por Cristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia... Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la miseri­cordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábo­las, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se le hace concretamente "visible" como Padre rico en misericordias. Más aún, «hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo mismo, la prueba fundamental de su misión de Mesías.
Y como decía Juan Eudes, “la divina misericordia es una perfección que mira las miserias de la criatura para aliviarlas, incluso para librarla de ellas cuando sea conveniente según lo decida la divina Providencia» (O.C. VII, 7).
Por eso, con E Jun­gel, podemos afirmar que el «Dios es amor» no es un puro enunciado ló­gico ni siquiera metafísico, sino la constatación histórica de que Dios se revela del todo en su Hijo que muere en la cruz. Y, al revelarse, se esconde en el silencio, para dejarse encontrar por quienes lo buscan y contemplan en el amor. 
De manera equivalente: la imagen viva y substancial de Dios es ese hombre, Jesús, entregado hasta el extremo –morir crucificado-, con quien el Padre se identifica. Y según el Espíritu, todos los pobres y humilla­dos de la tierra, aparecen ya configurados por la imagen de ese hombre. Porque en la cruz se oyó el gran grito, la gran Palabra, de un Dios que por amor se entregaba al hombre. En esa Palabra resonó el Amor. En esa Palabra se nos comunicó la promesa, como una buena noticia generadora de alianza, que la vida del Espíritu Santo es más fuerte que el pecado y que la muerte. Y en esa Palabra, la dialéctica muerte-vida se resolvió para siempre a favor de la vida.
La En­carnación y la Pascua nos narran cómo Dios nos ha dado su Palabra amante que hace brotar la vida más alta: la del Espíritu. La hace brotar aun de la entraña misma del dolor y de muerte. Por eso, la historia del Amor (Rosmini) no se escribe desde el punto de vista de los vencedores sino de los que dan vida y son expoliados como Jesús. 
El lenguaje simbólico de la encarnación y de la pascua de Dios es un lenguaje que une el pasado de Je­sús con el futuro del hombre, con la nueva creación en el Espíritu: no sólo narra el ayer del Crucificado sino que se hace profecía y símbolo del mañana que esperamos: tal como lo simboliza la liturgia bautismal, es lenguaje de recuerdo y de esperanza.
Por eso el Evangelio es una noticia de amor, una «buena noticia»; y no está hecho a la medida del hombre, sino a la medida de Dios. Je­sús puede exigir amar hasta la locura, porque él recorrió el primero -y el único- ese camino hasta el final. Podemos captar toda la inmensidad del amor contemplando el amor del Padre revelado en Jesús. El es el hombre tal como lo soñó siempre Dios, po­bre, colmado de gracia, y glorificado porque llegó al colmo del amor: «La misericordia ha querido que el Hijo del hombre se haya hecho hombre por nosotros..., que haya muerto sobre una cruz..., para hacernos hijos de Dios», nos recuerda san Juan Eudes.
Y es que el Amor de Dios es el amor de ese hombre llamado Cristo Jesús, que dio su vida por sus amigos y que aparece, por tanto, como la imagen del Dios invisible, como su icono y su «Evangelio»: el Dios Amor se ha manifestado plenamente en el amor de Cristo. Esta verdad, tan querida, en su centralidad liberadora, para autores protes­tantes recientes, de la talla de J. Moltmann, W. Pannenberg, y E. Jungel,  ya había sido la espina dorsal del pensamiento de Juan Eudes, convencido de que si Dios se muestra así es por­que Dios es así.
Porque Juan Eudes supo ver cómo en la cruz no sólo se nos manifestó la misericordia de Dios para con los hombres, sino que, simplemente, ahí, en la Cruz, se manifestó Dios en sí mismo, tal como es, como amor pleno, identificado con el hombre humilde y humillado hasta una muerte ignominiosa. Ese punto -la Cruz de Cristo- es precisamente el punto de intersección donde se revela el Amor de Dios en sí mismo y para nosotros.

Este lenguaje enseña definitivamente que Dios existe amando. Que Dios no es un ser neutral, sino el mismo Ser Amor, que siempre se da y siempre retorna a los suyos, que son todos los hombres. Ahí, en esta intersección del ser y del amor, o sea, en la acción expansiva de quien se deja afectar por el otro, se inscribe la Cruz de Cristo para recordarnos que el ser verdadero es el amor y que el Ser mismo de Dios  es el Amor más grande. Ese lenguaje nos re­cuerda a todos que la existencia y la permanencia de Dios es, en realidad, su retorno y su autodonación. Dios vuelve siempre, como la madre, a donde están sus hijos: por eso lo hallamos en la vida, en la historia, en el lenguaje, en ese espejo de adivinar que es el amor fraterno, y en ese ámbito de reunión y de comunión que son los sacramentos. 
Y cada vez que la comunidad hunde sus raíces en el Amor que la trasciende, cuando Dios retorna en los mil repliegues del lenguaje de la predicación -narrativo, im­perativo, simbólico, orante y comunional- se produce un fenómeno especí­fico: prende y brota la fe en los hombres que han escuchado la Palabra gene­rosamente sembrada y gratuitamente diseminada, en todos los rincones del mundo.

domingo, 23 de octubre de 2016

HIJOS DE DIOS AL ESTILO HUMANO-DIVINO

A partir del amor humano
Para Juan Eudes, el amor de Dios es una hoguera infinita e imposible de entender y abarcar. Y, sin embargo exclama: El abismo de mis miserias atrae al  abismo de sus misericordias». (OC III, 491).
Por otra parte, no podríamos entender a Dios como amor si nosotros no supiéramos nada de lo que es amar: ¿cómo podríamos reconocerlo en el caso de que se nos llegara a revelar? ¿Cómo podríamos situar en el cuadro de nuestra propia experien­cia aquello que se nos revela como el mayor Amor, si no supiéramos ya lo que es amar? Porque sólo amando se puede experimentar lo que es el amor. Para reconocer y para acoger al amor más grande es preciso que tengamos una experiencia previa o comprensión inicial, así sea imperfecta, de lo que es el amor. Sólo el que ha experimentado el amor humano real, en cualquier da sus formas, podrá vislumbrar lo que significa el amor divino.
En otras palabras, este pobre amor humano nuestro, a veces tan hermoso y noble, y, tantas veces más, impuro, maltrecho y condicionado, aun siendo así nos puede ayudar a entender lo que significa que Dios es amor.  Por lo tanto, la persona cerrada al amor que se cierra al amor, incluído el humano, se cierra también a la comprensión de Dios como Amor.
Los expertos están de acuerdo en que, al afirmar esto -«Dios es amor»,- la Primera Carta de san Juan no quiere decir «Dios es pasión», o «Dios es deseo», sino «Dios es agapé», o sea «amor de benevolencia, que se derrama dándose a sí mismo»; algo así como la madre que sale de sí misma y se entrega a su hijo, pensando tan sólo en el bien del hijo, y que se hace toda ella amor para su hijo. 
Aunque imperfecta y sólo aproximada es ésta una hermosa analogía de cómo funciona para el hombre la misericordia de Dios, o el Dios-Misericordia... Así, el «Dios es Amor» (l Jn 4,8.16) representa la revelación esencial de Dios. Su ser y su quehacer sustantivo. Su misma naturaleza y la razón última de su comportamiento con nosotros.

Amor de Padre y Madre
A  Juan Eudes escribe: «La misericordia ha querido que el Hijo de Dios se hiciera hombre como nosotros,  mortal y capaz de sufrir como nosotros… que muriera en una cruz… que el Hijo único de Dios se hiciera hijo de hombre, para hacernos a nosotros hijos de Dios» (OC VII, 109).
¿Pero qué quiere decir que «Dios es Padre»? También aquí debemos apelar a las analogías.  Padre es el que comunica su propia vida a los hijos. Afirmar que «Dios es Padre» significa, entonces, que el ser - vida, Amor- de Dios es expansivo y se comunica per­sonal y gratuitamente hasta llegar a ser la propia vida del hijo. Fue esto lo que se realizó, en primer lugar, en la persona de Jesús, el Hijo primogénito: «Todo me ha sido dado por el Padre» (Mt 11,25 ss.). Pero también se da en cada uno de nosotros: Dios, como Padre, nos comunica su propia vida divina a cada uno de los hombres para que vivamos como hijos suyos. Queriendo como quiere a su propio hijo Jesucristo, Dios nos quiere a todos como hijos en el Hijo e imágenes suyas. Su voluntad es que nadie se pierda (Jn 6,39; 18,9; Rom 8,29).
El amor paternal de Dios es la razón y raíz de su soberanía universal: «Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano» (Is 54,7). De ahí que ser hijo de Dios equivalga a obedecerle cumpliendo los preceptos de  su alianza: «Honre el hijo a su padre, el esclavo a su amo. Pues si yo soy padre, ¿dónde queda mi honor? Si yo soy dueño, ¿dónde queda mi respeto?» (Mal 1,6).
 Pero vale la pena subrayar, aunque sea de paso, que el amor de Dios, tal como se muestra en sus analogías humanas, y tal como es descrito en la Biblia, une el talante masculino, cuya expresión es la fidelidad y la responsabilidad, con el femenino, expresado como aco­gimiento y ternura. Entonces, no es simple gancho retórico el hablar del amor maternal de Dios: la paternidad divina no debe entenderse en el sentido exclusivo de paternidad masculina; es también maternidad.
Y esa paternidad-maternidad de Dios es el fundamento de la fraternidad universal: «¿No tenemos todos un solo padre?; ¿no nos creó un mismo Dios?; ¿Por qué uno traiciona a su hermano profanando la alianza de nuestros padres?» (Mal 2,10).
Es así como Dios mismo se convierte en garante de la fraternidad humana: «Padre de huérfanos, protector de viudas, es Dios en su santa morada» (Sal 68,6). En consecuencia, la misericordia -expresión suprema de la fraternidad- se convierte en piedra de toque de la filiación pues es allí donde se puede constatar quién es o no es hijo de Dios: «Sé padre para los huérfanos y marido para las viudas, y Dios te llamará hijo, tendrá piedad de ti y te librará de la fosa» (Eclo 4,10).

«En esto conocerán todos que ustedes son mis discípulos en que se amen unos a otros como yo los he amado» (Jn 13,35).

jueves, 20 de octubre de 2016

Oración al Dios de la misericordia




Y dice Dios:
Yo no amo a los buenos (aunque también).
Yo amo a los malos (sobre todo).
Los buenos ya tienen bastante con su bondad.

Los buenos tienen virtudes, méritos, valores.
Un historial de compromiso,
escrito en el libro de oro de los reconocimientos
¿Para qué me quieren a mí?

Yo, el Dios del amor y de la misericordia,
les ofrezco el desierto,
una tienda, un oasis,
un poco de agua, varias puestas de sol,
el silencio, (nunca el reproche), mi amor y mi compañía.

Es todo lo que tengo.
Les doy todo lo mío.
Para los buenos no sé si me alcanzará,
pero voy a intentarlo también.

Y le dije a Jesús que se subiera a un árbol,
y desde allí, en medio de la plaza mayor, gritase:
Las prostitutas irán por delante de vosotros en el reino.
Venid los cansados y agobiados.
Yo soy el camino, y la verdad y la vida.
Vuestro Padre que ve en lo escondido...

Y nosotros le diremos:
Gracias, Señor, pero aumenta nuestra fe...
Estamos tan confundidos y ofuscados
por otros intereses, por otras componendas,
que se nos olvida lo que es fundamental
para poder disfrutar de Ti y de tu presencia..

Estamos tan seguros de que lo que hacemos, pactamos
y firmamos va a ser lo mejor para tu reino,
que nos vamos llenos de razones contundentes
dejando a tantos corazones sin esa migaja de escucha,
de atenta compresión de su dolor y su esperanza.

Poco remedio tenemos, Señor,
Pero Tú sabes que sin ser buenos del todo,
Tampoco somos tan malos como piensan.
Confiamos en que Tú,
-que sabes sacar la “media”-
nos sostengas, acompañes y nos ames,



olvidando las miserias.

lunes, 17 de octubre de 2016

Hermoso canto gregoriano: para el espíritu

Hermoso canto gregoriano, música gregoriana católica sacra de la edad media, relajante, en latín, para escuchar y orar

domingo, 16 de octubre de 2016

Un eudista ermitaño en el Líbano

El último ermitaño de Líbano


El colombiano Darío Escobar lleva 16 años como eremita del santuario de Hauqa

ETHEL BONET (BEIRUT). Foto: DIEGO IBARRA | Un misterioso repique de campanas se pierde en la inmensidad del valle de la Qadisha. Es la hora del ángelus. Como una aparición, un anciano ataviado con un hábito y capucha negra desciende un camino de tierra con paso renqueante. El padre Darío Escobar soporta sobre sus rodillas el peso del paso del tiempo. Este mes cumplirá 82 años, de los cuales lleva 16 como eremita del santuario de Nuestra Señora de Hauqa, excavado en el interior de una cueva en el valle de la Qadisha. También se le conoce como el “Valle Santo” porque sus cuevas naturales sirvieron de refugio para monjes y anacoretas maronitas (de la Iglesia católica oriental) en el siglo XVI.
  • Ahora, este ermitaño colombiano es el único custodio del valle. Su avanzada edad no le ha quitado ni la fuerza ni el entusiasmo que emana en su interior. Probablemente, la sangre latina que bombea su corazón sea una de las razones por las que mantiene tanta energía. Para llegar a la ermita se necesita una gran preparación física o una fe inquebrantable. Hay que subir y bajar un largo sendero de varios kilómetros con empinadas escaleras de piedra que le quitan a uno el aire.
El padre Darío nació en Medellín y, a los 11 años, ingresó en un seminario eudista, de la congregación de Jesús y María. “Desde niño sentí la necesidad de ayudar a los demás. Mis padres vieron en mí esa cualidad y decidieron enviarme al seminario”, explica a Vida Nueva. Siempre con un gran sentido del humor, nos cuenta: “Le dije a mi mamá: si allí voy a poder jugar al fútbol, dale, vámonos al seminario”.
Durante más de medio siglo ha servido a la orden eudista en Medellín y Pasto. “En Pasto, yo era un hombre muy importante, era profesor de Teología en el seminario y de Psicología en la universidad”, narra el ermitaño, antes de confesar que heredó de sus padres: “El dinero nunca me hizo feliz; por el contrario, me aportó dolores de cabeza”. Dejó Colombia para marcharse a Miami, donde enseñó Psicología y daba consejos matrimoniales en la parroquia. Fue allí, en Estados Unidos, cuando sintió una voz interior que le dijo que dejara la vida activa para “dedicarse a la meditación de la Palabra de Dios”. Sin embargo, su superior de la congregación de Jesús y María no le permitió el retiro espiritual. (…)

Duerme con cilicio y sobre una roca

En la ermita hay una capilla, un campanario, una biblioteca con un pequeño escritorio que preside una calavera, un hornillo de gas y una diminuta habitación. En silencio, no se aburre nunca. Dedica 14 horas diarias a la oración, tres a cultivar su huerto, dos a leer vidas de santos o al estudio y cinco a dormir sobre un cilicio, con una piedra como almohada, en una estrecha celda sin ventanas.
“No podría volver a dormir con almohada y mucho menos sobre un cómodo colchón”, indica el padre Darío, que cuenta que una chica que trabaja en la Cruz Roja, que suele ir a visitarle, le trajo una vez un colchón medicinal porque le dolía la espalda de trabajar en la huerta: “Era tan tan cómodo que tuve que devolvérselo a los dos días. No nos está permitido”.