viernes, 10 de febrero de 2017

San Juan Eudes en el mundo de los símbolos

El hombre es animal de símbolos, su vida está llena de signos y de símbolos. Es decir, esas formas originales pero válidas y extraordinariamente expresivas de lenguaje, que trascienden toda otra palabra hablada o escrita. Por eso, ayudan a percibir y a comunicar lo que no es posible captar y traducir o expresar de otro modo. 

Del signo -y, particularmente, del símbolo- se puede afirmar lo que Vicente Huidrobo afirmaba del verso: que es una «llave que abre mil puertas». Porque puede suscitar, despertar y ofrecer incontables sugerencias y vivencias. Cuando ofrecemos una flor, por ejemplo, no es su materialidad lo que importa sino lo que con ella queremos expresar: amor, cariño, gratitud... Cuando encendemos una vela ante una imagen, tampoco son la llama o la cera derretida lo valioso, sino la fe que así queremos manifestar.
El signo y el símbolo no sólo son muy expresivos sino que constituyen un lenguaje verdaderamente univer­sal, que cualquiera puede entender; son como «palabras naturales de todas las gentes», afirmaba san Agustín[1]. Lo definió muy bien la Comisión Bíblica Pontificia:
«El lenguaje simbólico permite expresar zonas de la experiencia religiosa que no son accesibles al razonamiento puramente conceptual, pero que tienen un valor para las cuestiones de verdad»[2].
Y ello porque, como es ya bien reconocido, sólo el "lenguaje simbólico" es capaz de aproximarse y adecuarse referencialmente al mundo de lo sagrado e inefable, merced a la típica dialéctica por la que viene definido todo lenguaje simbólico: el símbolo transforma los objetos en otra cosa distinta de como aparecen a una primera visión profana; traspasa las fronteras concretas de lo de abajo para, en su más exacto límite, hacerlo contactar con lo supremo; reúne las múltiples zonas de la realidad confiriéndoles una cierta unidad fundamental y de orden superior[3].
El símbolo es, pues, el lenguaje de la evocación y de la excedencia. Proyecta hacia lo más profundo y recóndito, hacia lo más trascendente de la realidad: un sistema de indirecto pero verdadero conocimiento, en el que lo significante y lo significado tratan de hacer desaparecer esta cierta dicotomía o "corte" entre la dimensión más honda y esa otra. más patente. de la realidad[4]. Más que de explicación conceptualizadora, el símbolo es un modelo de implicación existencial: proyecta hacia una relación total y una participación más plenaria en lo real.
De ahí la razón del símbolo religioso. Eliade diría que, además de revelar múltiples significados estructurales coherentes, el símbolo religioso integra las realidades heterogéneas dentro de un "sistema". Por eso tiene más de implicación que de explicación. O, si se quiere, es un modo de explicación que implica. Y lo hace proyectando el espíritu hacia una más honda relación y participación en lo real.
Concretamente, la simbolización religiosa vincula o emparienta con lo sagrado, religa cohesiva, unificada y amorosamente con esa proto‑realidad significada por lo numinoso, frente a la cual la existencia humana no puede menos que saberse comprometida, como confiesa M. Eliade[5].
Sin lugar a dudas, san Juan Eudes fue un hombre especialmente hábil en este uso de los símbolos. Bastaría con recordar el del corazón, del que estamos hablando.

El gran símbolo humano
Ahora bien, ningún signo y ningún símbolo humano es más universal y expresivo que el corazón. Cuando queremos hablar del «centro» de algo o de alguien, empleamos la palabra corazón. Cuando intentamos expresar el amor más profundo y más intenso, decimos: «con todo el corazón». En el lenguaje cotidiano amor y corazón se han hecho casi sinónimos.
Según la Biblia la palabra “corazón” -que aparece 858 veces en los textos del A.T. y 148 veces en el N.T.- expresa el núcleo vivo de la persona y, desde allí, representa a la persona misma, toda entera, pero contemplada en su máxima interioridad[6]. Remite al centro de toda la vida psíquica y moral del hombre, al eje en torno al cual gira todo lo que es y todo lo que hace, a la raíz misma de la personalidad, al hontanar más hondo de la vida, al centro ordenador de la existencia, a la fuente viva del pensar, del querer y del amar. Sobre todo a esto último, pues el núcleo vivo de la persona, su urdimbre, su entramado más profundo, su tejido primordial, es la capacidad y necesidad de amar y de ser amado, aspectos todos que recoge la simbólica del corazón.
En tal sentido, el corazón se convierte en sumario de la persona pero asumida desde el núcleo de su interioridad. Ninguna otra palabra puede describir con mayor riqueza y elasticidad la interioridad del hombre; por eso es el lugar donde Dios habita, donde Dios vive, actúa y se comunica, donde el Espíritu Santo realiza sus operaciones más secretas y profundas.
No debe sorprendernos, entonces, que la palabra corazón sea un vocablo primordial en todos los idiomas: una de esas palabras que merecen la calificación de «primeras» y de «mayores» en el lenguaje universal y, por lo mismo, en todas las relacio­nes humanas; una de esas palabras originarias que, como anota K. Rahner, en el lenguaje humano «sirven de conjuro», pues son capaces de unirlo y condensarlo todo[7]. Al preguntarse cuál sería, en la teología y en la espirituali­dad cristianas, esa palabra originaria, Rahner se responde:
«No hay ninguna otra. No se ha pronunciado ninguna otra palabra que la de Corazón de Jesús»[8].
En pocas palabras, el símbolo  del corazón es bueno porque nace de la propia vida y es válido porque sintoniza bien con la entraña misma del mensaje cristiano que es el amor. Lo que en definitiva constituye su valor simbólico es que se presta para expresar las profundidades misteriosas de esa «interioridad mutua» que es la lógica propia del amor y, más aun, la de la vida divina, puesto que Dios es amor.
Y es lo que Juan Eudes lo ha sabido compendiar y expresar tan claramente en su doctrina sobre los corazones de Jesús y de María. Como lo iremos viendo posteriormente.



[1] SAN AGUSTIN, Confesiones, 1, 8, 13.
[2] Comisiòn Bíblica Pontificia, L'interpretation de la Bible dan l'Eglise, Roma, Libreria Editrice Vaticana, 1993, p. 54.
[3] Ver F. Boasso, El misterio del hombre, Buenos Aires 1965, 88.
[4] Ver G. Durand., De la mitocrítica al mitoanálisis, Barcelona 1993, 18
[5] M. Eliade, Iniciaciones m¿sticas, Madrid 1986, 134. No deJa de ser sorprendente comprobar cómo Jung desde la psicologia profunda, llega a Las mismas conclustones, en el orden subjetivo. El s¿mbolo tiene un carácter "totalizador": com‑prende lo consciente y lo inconsc~ente, el future y el pasado, y Los un~fica en un presente actflahzado. Se impone de golpe con una mistenosa fasc~nac~on, hiriendo todas Las esferas del esp~ritu (ver C.G. Jung, El hambre y sus s¿mbolos, Barcelona 1977).
[6] Cf. ALONSO, Severino M., 
[7] K RAHNER, Devoción al Corazón de Jesús, en Escritos de Teología» Madrid, 1967, t. Vll, p. 519.
[8]  K. RAHNER, ib., p. 521.

martes, 7 de febrero de 2017

En la fiesta del Corazón de María

El contenido de la Fiesta del Corazón de María, muy grande y admirable

(San Juan Eudes, El Corazón Admirable, Libro XI, Cap. II, Meditaciones, 


Consideremos atentamente cuál es el contenido de esta solemnidad. Es el Corazón sagrado de la reina del cielo y de la tierra; el Corazón de la soberana emperatriz del universo; el Corazón de la hija única del amadísimo Padre eterno; el Corazón de la Madre de Dios; el Corazón de la esposa del Espíritu santo; el Corazón de la bondadosa madre de todos los fieles. Es el Corazón más digno y noble, augusto y generoso, magnifico y caritativo, el más amable, amado y amante de los corazones de las puras criaturas.

Es un Corazón encendido en amor a Dios y del todo inflamado en caridad a nosotros, merecedor de tantas fiestas como ha producido de actos de amor a Dios y de caridad a nosotros.

Añade a esto también el divino Corazón de Jesús que no tiene sino un Corazón con su amadísima Madre en unidad de espíritu, de afecto y de voluntad. Añade además los corazones de los ángeles y de los santos que no tienen sino un solo corazón entre sí, y con su Padre y su Madre.

Este es el contenido de esta fiesta muy grande y admirable que merece veneraciones y alabanzas infinitas. Abriga gran deseo de celebrarla con toda la devoción que te sea posible.

Considera que esta fiesta es día de gozo extraordinario para nosotros pues el Corazón de nuestra divina Madre nos pertenece por cuatro títulos:

Primero, nos pertenece porque el Padre eterno nos lo ha dado. 
Segundo, nos pertenece porque el Hijo de Dios nos lo ha dado. 
Tercero, nos pertenece porque el Espíritu santo nos lo ha dado. 
Cuarto, nos pertenece porque ella misma nos lo ha dado.

Consiguientemente el Corazón de Jesús y los corazones de los ángeles y los santos nos pertenecen porque todos esos corazones hacen uno solo corazón que es del todo nuestro.

¡Que tesoro! ¡Qué dicha y qué provecho para nosotros! ¡Cuán ricos somos! ¡Qué motivo de gozo y de arrobamiento para nosotros!

Querido Jesús mío, ¿qué te voy a dar por tantos favores como recibo de continuo de tu infinita bondad y de la caridad incomparable de tu sacratísima Madre? Te ofrezco mi corazón. Él te pertenece por infinidad de títulos. Pero ¿qué es ofrecerte el corazón de una nada? Te ofrezco los corazones de todos los ángeles y de todos los santos. Pero todavía es muy poco comparado con el tesoro inmenso que me has dado al darme el Corazón de tu santa Madre. Te ofrezco ese mismo Corazón. Él te es más agradable que todos los corazones del universo. Pero esto no es suficiente para cumplir enteramente mis obligaciones. Te ofrezco tu Corazón adorable del todo encendido en amor inmenso e infinito a ti y a tu divino Padre.

Reina de mi corazón, te ofrezco también el corazón muy amable y todo el amor de tu Hijo en acción de gracias por el tesoro inestimable que me has dado al darme tu Corazón maternal.

Jaculatoria: Corazón de Jesús y María, norma del corazón fiel, reina por siempre en nuestro corazón.

Oración final

¡Oh Madre de amor, une nuestros corazones con tu Corazón maternal tan íntimamente que no puedan separarse jamás; y que los corazones de los hijos no tengan otros sentimientos que los del sagrado Corazón de su muy buena Madre!


Amén.

¡Cosa admirable! En la fiesta del Corazón de María


jueves, 2 de febrero de 2017

Misericordia que reclama misericordia

No debe extrañarnos que el tema de la misericordia haya pasado a ser uno de los leitmotifs de la existencia cristiana en nuestros días. A ello han llegado tanto la teología como la espiritualidad por diversos caminos, enriqueciendo maravillosamente la reflexión y la praxis.
Y no es que la misericordia, en cuanto realidad, sea algo novedoso; desde sus inicios la Iglesia ha visto en lo que tradicionalmente se llamaba «obras misericordia» un test fundamental para valorar la sinceridad del compromiso cristiano. Lo que es relativamente nuevo es la riqueza en la reflexión y la mayor comprensividad del valor misericordia. Algunos hablan de «principio misericordia»[1].
Como hemos visto, la concepción de Dios como Misericordia hunde sus raíces, firmemente, en el A.T. Sobre todo la reflexión profética y sapiencial fue, paulatinamente, afincando en la conciencia del pueblo judío la certeza de que Dios, por así decirlo, tenía corazón; en otras palabras, era fundamentalmente amor, entrega y salvación gratuita, se compadecía hondamente de los dolores del pueblo. 
Sobre esta convicción, ya madura, Cristo construyó todo su Evangelio. Y de allí tomó la Iglesia los fundamentos de una praxis cristiana que, durante los primeros siglos, fue una experiencia universal y constante de amor y servicio. Sólo tardíamente comenzó a ponerse mayor énfasis en el cumplimiento de la ley que en la vivencia de la misericordia.
Ahora estamos recobrando la convicción de los inicios. Y es que la bendición de Dios, realizada originalmente en el bautismo, con la solemnidad de una alianza eterna, ha de ser, por fuerza, algo real en el hombre. Por eso, debe haber una manera de amar cristiana, evangélica. Es imposible que la bendi­ción de Dios sea un camino cerrado, sin itinerario ni aprendizaje practica­bles. Ha de haber un nivel espiritual, propio del Reino de Dios, donde sea po­sible amar sin egoísmo, sin voluntad de poder, sin libidinosidad, tal como Jesús amaba a los suyos. Este camino no puede ser un simple ideal irreali­zable, en la hipótesis de que sea verdad que Dios quiere hacernos felices haciéndonos santos. 
De esta manera el cristiano, al reproducir la esencia de un Dios que es esencialmente «agapé», amor y misericordia, un Dios que crea, que constantemente regenera y que salva (cf 1 Jn 4,8.16), se hace a sí mismo amor y recupera su identidad verdadera: porque su patria es el amor. 
Las afirmaciones de Juan Eudes en este sentido adquieren especial contundencia: «...el amor que le tenemos al prójimo es la medida justa del amor que le tenemos a Dios: si tenemos mucho amor al prójimo, tenemos mucho amor a Dios; si tenemos poco de aquel, tenemos poco de éste; si el amor al prójimo no está en nuestro corazón, tampoco lo está el amor a Dios: “quien odia a su hermano, afirma san Juan, y dice que ama a Dios, es un mentiroso”(1Jn 4,20)»[2].




[1] Cf., por ejemplo, la excelente obra de J. SOBRINO: El principio-misericordia. Bajar de la cruz a los pueblos crucificados, Sal Terrae, Santander.
[2] OC, V, 322.

sábado, 28 de enero de 2017

TIEMPO ORDINARIO 4 A CÓDIGO de la FELICIDAD 29 enero 2017

Dios es amor que nos santifica y humaniza

El ejemplo del Dios trino y uno nos enseña que el amor debe ir siempre primero a donde están las víctimas del desamor, porque es allí donde se justifica más la misericordia. 
Por eso la nueva humanidad del Reino se construye necesariamente a la sombra del Padre, desde la solidaridad fraterna. Cada uno de nosotros podemos llegar a ser signos, es decir parábolas vivas de la misericordia, si aprendemos a acoger en nuestro corazón, al mismo tiempo, la ternura de Dios y «las miserias de los miserables» de las que habla Juan Eudes.
Jesús nos envía a dar testimonio del amor: «no se da miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo, sino que cada uno debe santificarse en su corazón y dar testimonio de Jesús con  espíritu de profecía»[1]. Nuestra misión consiste en hacer frente a los que generan muerte haciéndonos testigos del amor de Dios, «misioneros de su misericordia», como sintetiza profunda y hermosamente el P. Eudes[2]. Es así como la semilla germina, echa raíces y produce vida centuplicada[3]. Es así como el discípulo comienza a caminar el mismo camino de Cristo que es el camino del Amor. Y es así, precisamente, como el bautizado se inserta en la corriente de la misericordia y se hace relevo eficaz del agapé de Dios.
Ésa es la santidad divina que nos revela Jesucristo. Por eso el samaritano es el hombre cabal y el hombre santo, porque fue el hombre misericordioso; porque fue como Dios, el Padre del hijo pródigo, movido siempre a misericordia, que «nos persigue... cuando lo abandonamos nos busca con amor indecible, y nos suplica que no nos separemos de Aquel que nos busca con tanta solicitud»[4].
Si la misericordia es el nombre bíblico del Amor, como nombre propio del Amor que Dios tiene al hombre, es también el nombre del Amor que el Espíritu derrama en nuestros corazones para que amemos cabalmente al mismo Dios y a los demás hombres (cf Rom 5,5). Y este amor es es­trictamente personal, gratuito y entrañable, las tres características esenciales de la misericordia bíblica. Ahora bien, el Amor con que Dios nos ama, y que nos ha manifestado y de­mostrado, sobre todo, en la Persona de Jesús y en «sus estados y misterios» es no sólo anterior a nuestro amor, sino su causa y principio. Nosotros podemos amar sólamente porque somos amados y porque el Espíritu de Jesús nos capacita para ese amor nuevo y original que él ha convertido en mandamiento suyo. «Nosotros ama­mos porque él fue el primero en amarnos» (I Jn 4,19): es la constatación de que amamos precisamente porque nos ama Dios[5].
Es así como la autodonación, la comuni­cación, la participación, la justicia y la misericordia, las grandes cualidades de Dios, pueden llegar a ser también cualidades de los hombres. Tal es el sentido del texto clave de Lc 6,36. Y para llegar a ser así, compasivo como Dios, el camino es ser como Cristo. Aquí encontramos la más honda raíz evangélica del cristocentrismo radical que caracterizó la espiritualidad de Juan Eudes, y de toda la escuela beruliana. Nos enseña él: «El apóstol Pablo nos recuerda a cada instante que estamos muertos y que nuestra vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3,3); que el Padre eterno nos vivificó juntamente con Cristo y en Cristo (Ef 2,5; Col 2,13), es decir que nos hace vivir no sólo con él sino en él y de su misma vida; que debemos manifestar la vida de Jesús en nuestro cuerpo (2 Cor 4,10-11); que Jesucristo es nuestra vida (Col 3,4) y que vive en nosotros: Yo vivo -nos dice san Pablo- pero ya no yo, es Cristo el que vive en mí (Gál 2,20)»[6].
Amor que nos hace hombres
El Dios-Amor ama al hombre y siente placer en amarlo; para ello sale de sí mismo y se le entrega en radicalidad; y esa entrega, que en Cristo se hace total y absoluta donación, como veíamos arriba, es la que le permite al hombre ser hombre de verdad. Tan sólo la fuerza del amor comunicado por Dios mismo puede sa­car al hombre de una condición marcada por la finitud y situada en el tiempo y en el espacio. Tan sólo Dios que es Amor puede atraer y unir a sí mismo al hombre para quien ya no queda otra cosa que amar: su destino final es el amor. Porque el ejercicio del amor tiende a la unión inme­diata y personal, tanto cuanto sea posible; termina inmediatamente en el Amado Dios, como escribiera Antón Bruckner en la ardiente dedicatoria de su Novena Sinfonía. Y es por esta misma razón por la que, en la vida cristiana, no sólo se dan la fe y la esperanza sino también el amor, como fuerza que une con el Amado y congrega en él, según fina expresión de Tomás de Aquino[7].
Decíamos también arriba que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, también en cierto sentido es amor. Su identidad está en el amor; la expresión más humana de lo que él es consiste en el amor. Por eso, en la vida cotidiana, no podemos limitarnos a ver desde la barrera las ne­cesidades del prójimo sino que llega un momento en el que hemos de salir nosotros mismos al ruedo, abandonando nuestros nidos y seguridades, para poder llegar realmente al prójimo, que hasta ese momento era un no-próximo, un alejado, un extraño; porque el amor verdadero termina en el otro. Y al unirnos a él y a sus expectativas, lo convertimos de alejado en “prójimo”. Ese fue, precisamente, el gran mérito del samaritano aquel que bajaba de Jerusalén a Jericó.



[1] P.O.  2.
[2] SAN JUAN EUDES, carta del 15 de mayo de 1562, en C. Guillon, En todo la voluntad de Dios, El Minuto de Dios, Bogotá, 1986, p. 56. Cf. R. RIVAS, Misioneros de la misericordia, Eudistas, Caracas, 1992.
[3] SAN JUAN EUDES, O. E., p. 450.
[4] SAN JUAN EUDES., O.C. VIII, 56.
[5] Cf. S. Ma. ALONSO, El misterio de la vida cristiana, 1979, 2. ed., p. 91. Hasta hace poco, la mayoría solía traducir así el texto de Juan: «Amemos (=exhortativo) nosotros...». En cambio, cada día son más los que prefieren el indicativo: «Amamos...». O mejor, como lo hacen Alonso Schokel y Mateos: «Podemos amar nosotros porque él nos amó primero».
[6] SAN JUAN EUDES, O.E, 2ª ed., 137.
[7] SANTO TOMAR DE AQUINO, Summa Theol., I q 20 a 2 ad 3.

viernes, 27 de enero de 2017

En el Bautismo Dios-Trinidad nos expresa su amor

Nuestro Dios, el Dios de la revelación, el único Dios que existe, no es un ser impersonal, neutro o solitario. Es un ser-familia, un ser-comunión, un Dios-Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu. Su misterio no es la soledad, sino la compañía, el intercambio mutuo, la presencia recíproca, la donación total en conoci­miento y agapé. Y aquí entroncamos de nuevo con lo más original del pensamiento espiritual de san Juan Eudes: cuando por el bautismo nos insertarmos en Cristo, estamos profesando nuestra fe en ese acontecer de la Gracia que justifica al hombre y que tiene un origen trinitario: «En nombre y con el poder de la Sma. Trinidad somos bautizados. En efecto, las tres divinas Personas se hacen presentes en el bautismo de una manera particular: el Padre engendrando a su Hijo en nosotros, y engendrándonos a nosotros en su Hijo... El Hijo naciendo dentro de nosotros y comunicándonos su filiación divina... El Espíritu Santo formando a Jesús en el seno de nuestras almas...»[1]
Y en otra parte comenta: el Padre eterno al hacerte el honor de recibirte en sociedad con él (de asociarte a él) mediante el bautismo, como a uno de sus hijos y como uno de los miembros de su Hijo, se comprometió a mirarte con los mimos ojos, a amarte con el mismo corazón y a tratarte con el mismo amor con que mira, ama y trata a su propio Hijo, pues eres una sola cosa con Cristo.... «Y mucho más aún: se ha entregado a ti con su Hijo y su Espíritu Santo y ha venido a morar en tu corazón»[2]. Y «el mismo Jesús nos asegura que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en los corazones de los que aman a Dios»[3].
Por eso, la fe bautismal es una fe trinitaria. El “Credo” cristiano proclama la historia de la donación del Amor, en referencia a la manifestación de la Trinidad, que es el modo como Dios se da al hombre. Más que una síntesis de verdades teológicas el credo cristiano es la na­rración de cómo se entregó al hombre el Amor del Padre, a través del nacimiento, muerte y resurrección del Hijo Jesús, y en la fuerza del Espíritu Santo; amor que se da a la Iglesia y se interioriza en los creyentes como perdón de los pecados y como vida nueva comenzada: una nueva creación, explica san Juan Eudes[4]
Esto es lo que el pueblo de Dios cree explícitamente y, de alguna manera, conoce: que el abismo de misericordia del Padre se ha puesto de manifiesto en Jesús, el Hijo, quien ha dado su propio Espíritu y Vida a los que creen en él. Por eso al pueblo de Dios no se le pide que explicite su fe en la Trinidad en sí misma[5], sino en el Amor del Pa­dre, en la gracia de Jesús, el Hijo, y en la comunión del Espíritu Santo, tal como ese único Dios se nos ha dado. Pero, por supuesto, al hacerlo cree ya, implícitamente, en la Trinidad tal como es en sí misma[6].



[1] OC I, 517.
[2] OE, p. 369.
[3]  OC VIII, 108
[4] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[5]  Cf. RAHNER K., «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos teológicos, IV. Madrid 1961, pp. 105-136.
[6] Quizás por eso la Iglesia no vio, al comienzo, la necesidad de que el pueblo confesara esta fe explícitamente, como, de alguna manera, lo expresaría mu­cho más tarde el Símbolo atanasiano, cuyo uso se hizo habitual sólo a partir de la Edad Media.

miércoles, 25 de enero de 2017

LA VOZ DEL SILENCIO SALOMÉ ARRICIBITA

Dios es refugio para su pueblo, da pan a los hambrientos, sustenta al huérfano y la viuda, los guarda en su amor por siempre, por eso son bienaventurados... pero nos toca ser voz, somos los ojos, los oídos, las manos y la voz de Dios... es hora de romper el silencio y clamar al cielo y a la tierra... 
Vemos cada día, las noticias de los "refugiados" abandonados a las puertas de Europa, de los ahogados, a las puertas de Europa, de tantas situaciones que claman al cielo en silencio...ojalá nuestro corazón se mueva al compás del AMOR... es urgente que se mueva... pero si en nuestro acomodado corazón, tarda en crecer ese amor, al menos que nos mueva la vergüenza.

San Juan Eudes, un santo para nuestros días

Un Dios que por amor se hizo hombre

El tema central de todo el N.T., muy en especial de todo el ciclo joánico, consiste en afirmar que el Amor se ha hecho visible en Jesús, el Hijo de Dios que asume nuestra carne: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único» (1 Jn 4,9; cf. Jn 3,16)[1]. Porque la misericordia no le permite a Dios darse jamás por vencido: su proyecto fiel es hacer un hombre feliz, pleno, realizado; por eso a la miseria del hombre respondió con el misterio de la Encarnación. Cristo es la gran respuesta de Dios al hombre: «el abismo de mis miserias ha atraído el abismo de su misericordia», canta sorprendido Juan Eudes en su Magníficat[2].
Por consiguiente, la frase «Dios es Amor» más que una definición es la narración de esta manifestación visible e histórica del Amor divino al mundo. En esto consiste de verdad el amor de Dios: en la Encarnación y en la Pascua de Jesús. Aquello que se hizo visible en la historia, que incluso se pudo pal­par, fue la presencia substancial del Amor infinito e inenarrable de Dios, su Palabra definitiva[3]. Recordemos que la revelación no pretende decirnos lo que Dios es en sí mismo, en su íntima naturaleza, sino lo que él es para nosotros. Se nos manifiesta como Amor en la persona de Jesucristo, en su vida, en su palabra y en su muerte: «Jesús es la epifanía suprema y decisiva del amor que Dios es y del amor que Dios nos tiene. Jesús es el Amor de Dios hecho visible»[4]. La Encarnación es la revelación máxima y la prueba más convincente del Amor de Dios (Jn 3,16).
Pero ese Amor de Dios al hombre es agapé, misericordia, o sea, amor gratuito, personal y entrañable (cf. Ex 34,6; Os 11,8; 2 Cor 1,3; Lc 6,30). Cristo fue la revelación de la Misericordia que es Dios: «en Cristo y por Cristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia... Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la miseri­cordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábo­las, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente "visible" como Padre rico en misericordias»[5]. Más aún, «hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo mismo, la prueba fundamental de su misión de Mesías»[6].
Por eso con E Jun­gel[7] podemos afirmar que el «Dios es amor» no es un puro enunciado ló­gico ni siquiera metafísico, sino la constatación histórica de que Dios se revela del todo en su Hijo que muere en la cruz. Y, al revelarse, se esconde en el silencio, para dejarse encontrar por quienes lo buscan y contemplan en el amor. De manera equivalente: la imagen viva y substancial de Dios es ese hombre, Jesús, entregado hasta el extremo -crucificado-, con quien el Padre se identifica. Y todos los pobres según el Espíritu, todos los pobres y humilla­dos de la tierra, aparecen ya configurados por la imagen de ese hombre. Porque en la cruz se oyó el gran grito, la gran Palabra, de un Dios que por amor se entregaba al hombre. En esa Palabra resonó el Amor. En esa Palabra se nos comunicó la promesa, como una buena noticia generadora de alianza, de que la vida del Espíritu Santo es más fuerte que el pecado y que la muerte. Y en esa Palabra, la dialéctica muerte-vida se resolvió para siempre a favor de la vida.
La En­carnación y la Pascua nos narran cómo Dios nos ha dado su Palabra amante que hace brotar la vida más alta: la del Espíritu. La hace brotar aun de la entraña misma del dolor y de muerte. Por eso, la historia del Amor (Rosmini) no se escribe desde el punto de vista de los vencedores sino de los que dan vida y son expoliados como Jesús. El lenguaje simbólico de la encarnación y de la pasión-pascua de Dios es un lenguaje que une el pasado de Je­sús con el futuro del hombre, con la nueva creación en el Espíritu: no sólo narra el ayer del Crucificado sino que se hace profecía y símbolo del mañana que esperamos: tal como lo simboliza la liturgia bautismal, es lenguaje de recuerdo y de esperanza.
Por eso el Evangelio es una noticia de amor, una «buena noticia»; y no está hecho a la medida del hombre, sino a la medida de Dios. Je­sús puede exigir amar hasta la locura, porque él recorrió el primero -y el único- ese camino hasta el final. Podemos captar toda la inmensidad del amor divino contemplando el amor del Padre revelado en Jesús. El es el hombre tal como lo soñó siempre Dios, po­bre, colmado de gracia, y glorificado porque llegó al colmo del amor: «La misericordia ha querido que el Hijo del hombre se haya hecho hombre por nosotros..., que haya muerto sobre una cruz..., para hacernos hijos de Dios», nos recuerda Juan Eudes[8].
Y es que el Amor de Dios es el amor de ese hombre llamado Cristo Jesús, que dió su vida por sus amigos y que aparece por tanto como la imagen del Dios invisible, como su icono y su «Evangelio»: el Dios Amor se ha manifestado plenamente en el amor de Cristo. Esta verdad, tan querida, en su centralidad liberadora, a autores protes­tantes recientes, de la talla de J. Moltmann, W. Pannenberg, y E. Jungel, constituyó la espina dorsal del pensamiento de Juan Eudes, convencido de que si Dios se muestra así es por­que Dios es así.
El había visto cómo en la cruz no sólo se nos manifestó la misericordia de Dios para con los hombres, sino que, simplemente, ahí, en la Cruz, se manifestó Dios en sí mismo, tal como es, como amor pleno, identificado con el hombre humilde y humillado hasta una muerte ignominiosa. Ese punto -la Cruz de Cristo- es precisamente el punto de intersección donde se revela el Amor de Dios en sí mismo y para nosotros.
Ese lenguaje enseña definitivamente que Dios existe amando. Que Dios no es un ser neutral, sino el mismo Ser Amor, que siempre se da y siempre retorna a los suyos, que son todos los hombres. Ahí, en esta intersección del ser y del amor, o sea, en la acción expansiva de quien se deja afectar por el otro, se inscribe la Cruz de Cristo para recordarnos que el ser verdadero es el amor y que el Ser mismo de Dios  es el Amor más grande. Ese lenguaje nos re­cuerda a todos los hombres que la existencia y la permanencia de Dios es, en realidad, su retorno y su autodonación. Dios vuelve siempre, como la madre, a allí donde están sus hijos: por eso lo hallamos en la vida, en la historia, en el lenguaje, en ese espejo de adivinar que es el amor fraterno, y en ese ámbito de reunión y de comunión que son los sacramentos. Y cada vez que la comunidad echa a fondo sus raíces en el Amor que la trasciende, cuando Dios retorna en los mil repliegues del lenguaje de la predicación -narrativo, im­perativo, simbólico, orante y comunional- se produce un fenómeno especí­fico: prende y brota la fe en los hombres que han escuchado la Palabra gene­rosamente sembrada, gratuitamente diseminada, en todos los rincones del mundo.
Un Dios con corazón
Así pues, Dios es Amor constitutivamente. De esta verdad Juan Eudes, abrevado ya en esa dinámica de la misericordia que, desde los profetas, recorre el Antiguo y el Nuevo Testamento, supo extraer su gran descubrimiento: nuestro Dios es un Dios con corazón. Y no cualquier corazón, sino un corazón-todo-misericordia. Un corazón que sabe recibir y acoger las miserias de los demás hasta el punto de que se le imprimen e insertan en lo más profundo de su ser.
Como contemplativo que era, como místico enamorado de Dios, Juan Eudes veía a Dios como el Padre de las misericordias, fuente de todo bien, de toda vida, de todo amor: «Adoramos en el Padre eterno dos grandes perfecciones que serán eterna­mente objeto de nuestra adoración y de nuestras alabanzas en el cielo; la primera es su divina paternidad... la segunda es la que toma de la Escritura cuando se llama 'el Padre de las misericordias y el Dios de todos los con­suelos' (2 Cor 1,3), para hacernos ver que El lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tiene un deseo infinito de hacernos partícipes de su fe­licidad eterna»[9].
De allí que, por más herido y golpeado que esté, por más hundido que se encuentre en el pecado, el hombre siempre es la alegría de este corazón que late, de  este Dios que lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tienen un deseo infinito de hacernos partícipes de sus felicidades eternas.  Aquí está la gran profundidad de la manida frase de Bernanos: «Todo es gracia»; porque todo es camino para que Dios se aproxime al hombre. La peor de las debilidades puede llegar a ser «la alegría de Dios» cuando la asume en «su corazón que late». Porque «Dios es amor». Y es ese amor de Dios el que ha podido realizar la increíble transmutación del barro humano en capacidad de Dios. Dios es -dice Juan Eudes- «una perfección que mira las miserias de la criatura, para aliviarlas y hasta para liberarla de ellas...»[10]. Y en otro lugar comenta: «Dios venció nuestra malicia con su bondad y poder infinitos»[11].
En este contexto se entienden muy bien aquellas palabras de Teilhard de Chardin que ilustran el camino eudiano: «Siento una especie de paz y de plenitud al verme avanzar dentro de lo desconocido, o, con más exactitud, en el seno de lo que resulta indeterminable en virtud de nuestros propios medios. Mientras vivimos en la zona de los elementos que dependen de nuestra libertad o de la de los otros hombres, tenemos la ilusión de que nos bastamos, y me parece que es entonces cuando nos estamos moviendo dentro de la enorme pobreza. En cambio, en cuanto nos sentimos dominados y zarandeados por un poder que nada humano sería capaz de controlar, experimento, casi físicamente, que Dios me agarra y me abraza más estrechamente, como si delante de mí desapareciera el camino y a mi lado se desvanecieran los hombres en su impotencia para una ayuda eficaz, y sólo Dios se hallara delante y en torno, espesándose a medida que uno avanza, me atrevería a decir». 
Amor trinitario
Además, el Dios de la revelación, el único Dios que existe, no es un ser impersonal, neutro o solitario. Es un ser-familia, un ser-comunión, un Dios-Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu. Su misterio no es la soledad, sino la compañía, el intercambio mutuo, la presencia recíproca, la donación total en conoci­miento y agapé. Y aquí entroncamos de nuevo con lo más original del pensamiento espiritual de san Juan Eudes: cuando por el bautismo nos insertarmos en Cristo, estsmos profesando nuestra fe en ese acontecer de la Gracia que justifica al hombre y que tiene un origen trinitario: «En nombre y con el poder de la Sma. Trinidad somos bautizados. En efecto, las tres divinas Personas se hacen presentes en el bautismo de una manera particular: el Padre engendrando a su Hijo en nosotros, y engendrándonos a nosotros en su Hijo... El Hijo naciendo dentro de nosotros y comunicándonos su filiación divina... El Espíritu Santo formando a Jesús en el seno de nuestras almas...»[12]. Y en otra parte comenta: «El Padre eterno al hacerte el honor de recibirte en sociedad con él (de asociarte a él) mediante el bautismo, como a uno de su hijos y como uno de los miembros de su Hijo, se comprometió a mirarte con los mimos ojos, a amarte con el mismo corazón y a tratarte con el mismo amor con que mira, ama y trata a su propio Hijo, pues eres una sola cosa con Cristo.... Y mucho más aún: se ha entregado a ti con su Hijo y su Espíritu Santo y ha venido a morar en tu corazón»[13]. Y «el mismo Jesús nos segura que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en los corazones de los que aman a Dios»[14].
Por eso, la fe bautismal es una fe trinitaria. El “Credo” cristiano proclama la historia de la donación del Amor, en referencia a la manifestación de la Trinidad, que es el modo como Dios se da al hombre. Más que una síntesis de verdades teológicas el credo cristiano es la na­rración de cómo se entregó al hombre el Amor del Padre, a través del nacimiento, muerte y resurrección del Hijo Jesús, y en la fuerza del Espíritu Santo; amor que se da a la Iglesia y se interioriza en los creyentes como perdón de los pecados y como vida nueva comenzada: una nueva creación, explica san Juan Eudes[15]. Esto es lo que el pueblo de Dios cree explícitamente y, de alguna manera, conoce: que el abismo de misericordia del Padre se ha puesto de manifiesto en Jesús, el Hijo, quien ha dado su propio Espíritu y Vida a los que creen en él. Por eso al pueblo de Dios no se le pide que explicite su fe en la Trinidad en sí misma[16], sino en el Amor del Pa­dre, en la gracia de Jesús, el Hijo, y en la comunión del Espíritu Santo, tal como ese único Dios se nos ha dado. Pero, por supuesto, al hacerlo cree ya, implícitamente, en la Trinidad tal como es en sí misma[17].




[1] Cf. BROWN R. E., El Evangelio según san Juan. I, Madrid 1979, p. 323-348; MATEOS J. y BARRETO J., El Evangelio de Juan. Madrid 1979, pp. 197198.
[2] Oremos con San Juan Eudes, Magníficat.
[3] Cf. arriba, el cap. 2.
[4] S. Mª. ALONSO, El misterio de la vida cristiana, Salamanca, 1979, 2 a ed, p. 59.
[5] DM, 2.
[6] DM, 3.
[7] Cf. JUNGEL E., Dios como misterio del mundo. Salamanca 1984, pp. 403-423.
[8] OC VII, 9-10.
[9] OC, VII, 49-50.
[10] OC, VI, 34.
[11] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[12] OC I, 517.
[13] OE, p. 369.
[14]  OC VIII, 108
[15] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[16]  Cf. RAHNER K., «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos teológicos, IV. Madrid 1961, pp. 105-136.
[17] Quizás por eso la Iglesia no vio, al comienzo, la necesidad de que el pueblo confesara esta fe explícitamente, como, de alguna manera, lo expresaría mu­cho más tarde el Símbolo atanasiano, cuyo uso se hizo habitual sólo a partir de la Edad Media.

lunes, 23 de enero de 2017

Oración a la misericodia divina¨San Juan Eudes


Los Asociados Eudistas de la costa norte de Québec invitamos a compartir esta oración extraída de las obras completas (tomo VII, páginas 7 y 8) de San Juan Eudes. Aprovechamos esta oportunidad para saludar a todas las comunidades e invitarlos a mantener la fe y la relación privilegiada entre los Eudistas:
“La Misericordia Divina es una perfección que mira las miserias de la criatura, para aliviarla e incluso para liberarla, cuando es apropiado según las órdenes de la Divina Providencia, que hace todas las cosas en número, peso y medida. Esta misericordia adorable se extiende, como la bondad, sobre todas las obras de Dios: las obras de la naturaleza, las obras de la gracia y las obras de la gloria.
Sobre las obras de la naturaleza, en que ha extraído de las tinieblas todas las cosas que están contenidas en el orden de la naturaleza, que estaban desde toda la eternidad en la oscuridad.
Sobre las obras de la gracia, en que el hombre había caído en el pecado, la misericordia divina no sólo lo retiró, sino que lo restauró en un estado de gracia tan noble y tan divino que lo convirtió en miembro de Jesucristo y hijo de Dios, Consecuentemente heredero de Dios y coheredero del Hijo unigénito de Dios


Sobre las obras de gloria, porque no contentos con haber ele- vado al hombre en el estado sobrenatural y sublime de la gracia cristiana, por la cual se hace partícipe de la naturaleza divina, elevándolo al trono de Dios, a la participación de su inmortal Gloria e incluso al disfrute de su felicidad eterna y de todos los bienes que posee.
Y así, todas las cosas que están en el orden de la naturaleza, en el orden de la gracia y en el orden de la gloria, son tantos efectos de la misericordia divina. De modo que se puede decir sinceramente que no sólo la tierra está llena de la misericordia
del Señor, sino que el
cielo, la tierra y todo
 el universo están llenos de ella; e incluso
 que se encuentra en
 el infierno, ya que
 según San Tomás y los otros teólogos, los condenados no son castigados tanto como merecían. Este es un efecto de la misericordia divina que se extiende sobre todas las obras de Dios.
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