sábado, 28 de enero de 2017

TIEMPO ORDINARIO 4 A CÓDIGO de la FELICIDAD 29 enero 2017

Dios es amor que nos santifica y humaniza

El ejemplo del Dios trino y uno nos enseña que el amor debe ir siempre primero a donde están las víctimas del desamor, porque es allí donde se justifica más la misericordia. 
Por eso la nueva humanidad del Reino se construye necesariamente a la sombra del Padre, desde la solidaridad fraterna. Cada uno de nosotros podemos llegar a ser signos, es decir parábolas vivas de la misericordia, si aprendemos a acoger en nuestro corazón, al mismo tiempo, la ternura de Dios y «las miserias de los miserables» de las que habla Juan Eudes.
Jesús nos envía a dar testimonio del amor: «no se da miembro alguno que no tenga parte en la misión de Cristo, sino que cada uno debe santificarse en su corazón y dar testimonio de Jesús con  espíritu de profecía»[1]. Nuestra misión consiste en hacer frente a los que generan muerte haciéndonos testigos del amor de Dios, «misioneros de su misericordia», como sintetiza profunda y hermosamente el P. Eudes[2]. Es así como la semilla germina, echa raíces y produce vida centuplicada[3]. Es así como el discípulo comienza a caminar el mismo camino de Cristo que es el camino del Amor. Y es así, precisamente, como el bautizado se inserta en la corriente de la misericordia y se hace relevo eficaz del agapé de Dios.
Ésa es la santidad divina que nos revela Jesucristo. Por eso el samaritano es el hombre cabal y el hombre santo, porque fue el hombre misericordioso; porque fue como Dios, el Padre del hijo pródigo, movido siempre a misericordia, que «nos persigue... cuando lo abandonamos nos busca con amor indecible, y nos suplica que no nos separemos de Aquel que nos busca con tanta solicitud»[4].
Si la misericordia es el nombre bíblico del Amor, como nombre propio del Amor que Dios tiene al hombre, es también el nombre del Amor que el Espíritu derrama en nuestros corazones para que amemos cabalmente al mismo Dios y a los demás hombres (cf Rom 5,5). Y este amor es es­trictamente personal, gratuito y entrañable, las tres características esenciales de la misericordia bíblica. Ahora bien, el Amor con que Dios nos ama, y que nos ha manifestado y de­mostrado, sobre todo, en la Persona de Jesús y en «sus estados y misterios» es no sólo anterior a nuestro amor, sino su causa y principio. Nosotros podemos amar sólamente porque somos amados y porque el Espíritu de Jesús nos capacita para ese amor nuevo y original que él ha convertido en mandamiento suyo. «Nosotros ama­mos porque él fue el primero en amarnos» (I Jn 4,19): es la constatación de que amamos precisamente porque nos ama Dios[5].
Es así como la autodonación, la comuni­cación, la participación, la justicia y la misericordia, las grandes cualidades de Dios, pueden llegar a ser también cualidades de los hombres. Tal es el sentido del texto clave de Lc 6,36. Y para llegar a ser así, compasivo como Dios, el camino es ser como Cristo. Aquí encontramos la más honda raíz evangélica del cristocentrismo radical que caracterizó la espiritualidad de Juan Eudes, y de toda la escuela beruliana. Nos enseña él: «El apóstol Pablo nos recuerda a cada instante que estamos muertos y que nuestra vida está oculta con Cristo en Dios (Col 3,3); que el Padre eterno nos vivificó juntamente con Cristo y en Cristo (Ef 2,5; Col 2,13), es decir que nos hace vivir no sólo con él sino en él y de su misma vida; que debemos manifestar la vida de Jesús en nuestro cuerpo (2 Cor 4,10-11); que Jesucristo es nuestra vida (Col 3,4) y que vive en nosotros: Yo vivo -nos dice san Pablo- pero ya no yo, es Cristo el que vive en mí (Gál 2,20)»[6].
Amor que nos hace hombres
El Dios-Amor ama al hombre y siente placer en amarlo; para ello sale de sí mismo y se le entrega en radicalidad; y esa entrega, que en Cristo se hace total y absoluta donación, como veíamos arriba, es la que le permite al hombre ser hombre de verdad. Tan sólo la fuerza del amor comunicado por Dios mismo puede sa­car al hombre de una condición marcada por la finitud y situada en el tiempo y en el espacio. Tan sólo Dios que es Amor puede atraer y unir a sí mismo al hombre para quien ya no queda otra cosa que amar: su destino final es el amor. Porque el ejercicio del amor tiende a la unión inme­diata y personal, tanto cuanto sea posible; termina inmediatamente en el Amado Dios, como escribiera Antón Bruckner en la ardiente dedicatoria de su Novena Sinfonía. Y es por esta misma razón por la que, en la vida cristiana, no sólo se dan la fe y la esperanza sino también el amor, como fuerza que une con el Amado y congrega en él, según fina expresión de Tomás de Aquino[7].
Decíamos también arriba que el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, también en cierto sentido es amor. Su identidad está en el amor; la expresión más humana de lo que él es consiste en el amor. Por eso, en la vida cotidiana, no podemos limitarnos a ver desde la barrera las ne­cesidades del prójimo sino que llega un momento en el que hemos de salir nosotros mismos al ruedo, abandonando nuestros nidos y seguridades, para poder llegar realmente al prójimo, que hasta ese momento era un no-próximo, un alejado, un extraño; porque el amor verdadero termina en el otro. Y al unirnos a él y a sus expectativas, lo convertimos de alejado en “prójimo”. Ese fue, precisamente, el gran mérito del samaritano aquel que bajaba de Jerusalén a Jericó.



[1] P.O.  2.
[2] SAN JUAN EUDES, carta del 15 de mayo de 1562, en C. Guillon, En todo la voluntad de Dios, El Minuto de Dios, Bogotá, 1986, p. 56. Cf. R. RIVAS, Misioneros de la misericordia, Eudistas, Caracas, 1992.
[3] SAN JUAN EUDES, O. E., p. 450.
[4] SAN JUAN EUDES., O.C. VIII, 56.
[5] Cf. S. Ma. ALONSO, El misterio de la vida cristiana, 1979, 2. ed., p. 91. Hasta hace poco, la mayoría solía traducir así el texto de Juan: «Amemos (=exhortativo) nosotros...». En cambio, cada día son más los que prefieren el indicativo: «Amamos...». O mejor, como lo hacen Alonso Schokel y Mateos: «Podemos amar nosotros porque él nos amó primero».
[6] SAN JUAN EUDES, O.E, 2ª ed., 137.
[7] SANTO TOMAR DE AQUINO, Summa Theol., I q 20 a 2 ad 3.

viernes, 27 de enero de 2017

En el Bautismo Dios-Trinidad nos expresa su amor

Nuestro Dios, el Dios de la revelación, el único Dios que existe, no es un ser impersonal, neutro o solitario. Es un ser-familia, un ser-comunión, un Dios-Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu. Su misterio no es la soledad, sino la compañía, el intercambio mutuo, la presencia recíproca, la donación total en conoci­miento y agapé. Y aquí entroncamos de nuevo con lo más original del pensamiento espiritual de san Juan Eudes: cuando por el bautismo nos insertarmos en Cristo, estamos profesando nuestra fe en ese acontecer de la Gracia que justifica al hombre y que tiene un origen trinitario: «En nombre y con el poder de la Sma. Trinidad somos bautizados. En efecto, las tres divinas Personas se hacen presentes en el bautismo de una manera particular: el Padre engendrando a su Hijo en nosotros, y engendrándonos a nosotros en su Hijo... El Hijo naciendo dentro de nosotros y comunicándonos su filiación divina... El Espíritu Santo formando a Jesús en el seno de nuestras almas...»[1]
Y en otra parte comenta: el Padre eterno al hacerte el honor de recibirte en sociedad con él (de asociarte a él) mediante el bautismo, como a uno de sus hijos y como uno de los miembros de su Hijo, se comprometió a mirarte con los mimos ojos, a amarte con el mismo corazón y a tratarte con el mismo amor con que mira, ama y trata a su propio Hijo, pues eres una sola cosa con Cristo.... «Y mucho más aún: se ha entregado a ti con su Hijo y su Espíritu Santo y ha venido a morar en tu corazón»[2]. Y «el mismo Jesús nos asegura que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en los corazones de los que aman a Dios»[3].
Por eso, la fe bautismal es una fe trinitaria. El “Credo” cristiano proclama la historia de la donación del Amor, en referencia a la manifestación de la Trinidad, que es el modo como Dios se da al hombre. Más que una síntesis de verdades teológicas el credo cristiano es la na­rración de cómo se entregó al hombre el Amor del Padre, a través del nacimiento, muerte y resurrección del Hijo Jesús, y en la fuerza del Espíritu Santo; amor que se da a la Iglesia y se interioriza en los creyentes como perdón de los pecados y como vida nueva comenzada: una nueva creación, explica san Juan Eudes[4]
Esto es lo que el pueblo de Dios cree explícitamente y, de alguna manera, conoce: que el abismo de misericordia del Padre se ha puesto de manifiesto en Jesús, el Hijo, quien ha dado su propio Espíritu y Vida a los que creen en él. Por eso al pueblo de Dios no se le pide que explicite su fe en la Trinidad en sí misma[5], sino en el Amor del Pa­dre, en la gracia de Jesús, el Hijo, y en la comunión del Espíritu Santo, tal como ese único Dios se nos ha dado. Pero, por supuesto, al hacerlo cree ya, implícitamente, en la Trinidad tal como es en sí misma[6].



[1] OC I, 517.
[2] OE, p. 369.
[3]  OC VIII, 108
[4] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[5]  Cf. RAHNER K., «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos teológicos, IV. Madrid 1961, pp. 105-136.
[6] Quizás por eso la Iglesia no vio, al comienzo, la necesidad de que el pueblo confesara esta fe explícitamente, como, de alguna manera, lo expresaría mu­cho más tarde el Símbolo atanasiano, cuyo uso se hizo habitual sólo a partir de la Edad Media.

miércoles, 25 de enero de 2017

LA VOZ DEL SILENCIO SALOMÉ ARRICIBITA

Dios es refugio para su pueblo, da pan a los hambrientos, sustenta al huérfano y la viuda, los guarda en su amor por siempre, por eso son bienaventurados... pero nos toca ser voz, somos los ojos, los oídos, las manos y la voz de Dios... es hora de romper el silencio y clamar al cielo y a la tierra... 
Vemos cada día, las noticias de los "refugiados" abandonados a las puertas de Europa, de los ahogados, a las puertas de Europa, de tantas situaciones que claman al cielo en silencio...ojalá nuestro corazón se mueva al compás del AMOR... es urgente que se mueva... pero si en nuestro acomodado corazón, tarda en crecer ese amor, al menos que nos mueva la vergüenza.

San Juan Eudes, un santo para nuestros días

Un Dios que por amor se hizo hombre

El tema central de todo el N.T., muy en especial de todo el ciclo joánico, consiste en afirmar que el Amor se ha hecho visible en Jesús, el Hijo de Dios que asume nuestra carne: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único» (1 Jn 4,9; cf. Jn 3,16)[1]. Porque la misericordia no le permite a Dios darse jamás por vencido: su proyecto fiel es hacer un hombre feliz, pleno, realizado; por eso a la miseria del hombre respondió con el misterio de la Encarnación. Cristo es la gran respuesta de Dios al hombre: «el abismo de mis miserias ha atraído el abismo de su misericordia», canta sorprendido Juan Eudes en su Magníficat[2].
Por consiguiente, la frase «Dios es Amor» más que una definición es la narración de esta manifestación visible e histórica del Amor divino al mundo. En esto consiste de verdad el amor de Dios: en la Encarnación y en la Pascua de Jesús. Aquello que se hizo visible en la historia, que incluso se pudo pal­par, fue la presencia substancial del Amor infinito e inenarrable de Dios, su Palabra definitiva[3]. Recordemos que la revelación no pretende decirnos lo que Dios es en sí mismo, en su íntima naturaleza, sino lo que él es para nosotros. Se nos manifiesta como Amor en la persona de Jesucristo, en su vida, en su palabra y en su muerte: «Jesús es la epifanía suprema y decisiva del amor que Dios es y del amor que Dios nos tiene. Jesús es el Amor de Dios hecho visible»[4]. La Encarnación es la revelación máxima y la prueba más convincente del Amor de Dios (Jn 3,16).
Pero ese Amor de Dios al hombre es agapé, misericordia, o sea, amor gratuito, personal y entrañable (cf. Ex 34,6; Os 11,8; 2 Cor 1,3; Lc 6,30). Cristo fue la revelación de la Misericordia que es Dios: «en Cristo y por Cristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia... Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la miseri­cordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábo­las, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente "visible" como Padre rico en misericordias»[5]. Más aún, «hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo mismo, la prueba fundamental de su misión de Mesías»[6].
Por eso con E Jun­gel[7] podemos afirmar que el «Dios es amor» no es un puro enunciado ló­gico ni siquiera metafísico, sino la constatación histórica de que Dios se revela del todo en su Hijo que muere en la cruz. Y, al revelarse, se esconde en el silencio, para dejarse encontrar por quienes lo buscan y contemplan en el amor. De manera equivalente: la imagen viva y substancial de Dios es ese hombre, Jesús, entregado hasta el extremo -crucificado-, con quien el Padre se identifica. Y todos los pobres según el Espíritu, todos los pobres y humilla­dos de la tierra, aparecen ya configurados por la imagen de ese hombre. Porque en la cruz se oyó el gran grito, la gran Palabra, de un Dios que por amor se entregaba al hombre. En esa Palabra resonó el Amor. En esa Palabra se nos comunicó la promesa, como una buena noticia generadora de alianza, de que la vida del Espíritu Santo es más fuerte que el pecado y que la muerte. Y en esa Palabra, la dialéctica muerte-vida se resolvió para siempre a favor de la vida.
La En­carnación y la Pascua nos narran cómo Dios nos ha dado su Palabra amante que hace brotar la vida más alta: la del Espíritu. La hace brotar aun de la entraña misma del dolor y de muerte. Por eso, la historia del Amor (Rosmini) no se escribe desde el punto de vista de los vencedores sino de los que dan vida y son expoliados como Jesús. El lenguaje simbólico de la encarnación y de la pasión-pascua de Dios es un lenguaje que une el pasado de Je­sús con el futuro del hombre, con la nueva creación en el Espíritu: no sólo narra el ayer del Crucificado sino que se hace profecía y símbolo del mañana que esperamos: tal como lo simboliza la liturgia bautismal, es lenguaje de recuerdo y de esperanza.
Por eso el Evangelio es una noticia de amor, una «buena noticia»; y no está hecho a la medida del hombre, sino a la medida de Dios. Je­sús puede exigir amar hasta la locura, porque él recorrió el primero -y el único- ese camino hasta el final. Podemos captar toda la inmensidad del amor divino contemplando el amor del Padre revelado en Jesús. El es el hombre tal como lo soñó siempre Dios, po­bre, colmado de gracia, y glorificado porque llegó al colmo del amor: «La misericordia ha querido que el Hijo del hombre se haya hecho hombre por nosotros..., que haya muerto sobre una cruz..., para hacernos hijos de Dios», nos recuerda Juan Eudes[8].
Y es que el Amor de Dios es el amor de ese hombre llamado Cristo Jesús, que dió su vida por sus amigos y que aparece por tanto como la imagen del Dios invisible, como su icono y su «Evangelio»: el Dios Amor se ha manifestado plenamente en el amor de Cristo. Esta verdad, tan querida, en su centralidad liberadora, a autores protes­tantes recientes, de la talla de J. Moltmann, W. Pannenberg, y E. Jungel, constituyó la espina dorsal del pensamiento de Juan Eudes, convencido de que si Dios se muestra así es por­que Dios es así.
El había visto cómo en la cruz no sólo se nos manifestó la misericordia de Dios para con los hombres, sino que, simplemente, ahí, en la Cruz, se manifestó Dios en sí mismo, tal como es, como amor pleno, identificado con el hombre humilde y humillado hasta una muerte ignominiosa. Ese punto -la Cruz de Cristo- es precisamente el punto de intersección donde se revela el Amor de Dios en sí mismo y para nosotros.
Ese lenguaje enseña definitivamente que Dios existe amando. Que Dios no es un ser neutral, sino el mismo Ser Amor, que siempre se da y siempre retorna a los suyos, que son todos los hombres. Ahí, en esta intersección del ser y del amor, o sea, en la acción expansiva de quien se deja afectar por el otro, se inscribe la Cruz de Cristo para recordarnos que el ser verdadero es el amor y que el Ser mismo de Dios  es el Amor más grande. Ese lenguaje nos re­cuerda a todos los hombres que la existencia y la permanencia de Dios es, en realidad, su retorno y su autodonación. Dios vuelve siempre, como la madre, a allí donde están sus hijos: por eso lo hallamos en la vida, en la historia, en el lenguaje, en ese espejo de adivinar que es el amor fraterno, y en ese ámbito de reunión y de comunión que son los sacramentos. Y cada vez que la comunidad echa a fondo sus raíces en el Amor que la trasciende, cuando Dios retorna en los mil repliegues del lenguaje de la predicación -narrativo, im­perativo, simbólico, orante y comunional- se produce un fenómeno especí­fico: prende y brota la fe en los hombres que han escuchado la Palabra gene­rosamente sembrada, gratuitamente diseminada, en todos los rincones del mundo.
Un Dios con corazón
Así pues, Dios es Amor constitutivamente. De esta verdad Juan Eudes, abrevado ya en esa dinámica de la misericordia que, desde los profetas, recorre el Antiguo y el Nuevo Testamento, supo extraer su gran descubrimiento: nuestro Dios es un Dios con corazón. Y no cualquier corazón, sino un corazón-todo-misericordia. Un corazón que sabe recibir y acoger las miserias de los demás hasta el punto de que se le imprimen e insertan en lo más profundo de su ser.
Como contemplativo que era, como místico enamorado de Dios, Juan Eudes veía a Dios como el Padre de las misericordias, fuente de todo bien, de toda vida, de todo amor: «Adoramos en el Padre eterno dos grandes perfecciones que serán eterna­mente objeto de nuestra adoración y de nuestras alabanzas en el cielo; la primera es su divina paternidad... la segunda es la que toma de la Escritura cuando se llama 'el Padre de las misericordias y el Dios de todos los con­suelos' (2 Cor 1,3), para hacernos ver que El lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tiene un deseo infinito de hacernos partícipes de su fe­licidad eterna»[9].
De allí que, por más herido y golpeado que esté, por más hundido que se encuentre en el pecado, el hombre siempre es la alegría de este corazón que late, de  este Dios que lleva todas nuestras miserias en su corazón y que tienen un deseo infinito de hacernos partícipes de sus felicidades eternas.  Aquí está la gran profundidad de la manida frase de Bernanos: «Todo es gracia»; porque todo es camino para que Dios se aproxime al hombre. La peor de las debilidades puede llegar a ser «la alegría de Dios» cuando la asume en «su corazón que late». Porque «Dios es amor». Y es ese amor de Dios el que ha podido realizar la increíble transmutación del barro humano en capacidad de Dios. Dios es -dice Juan Eudes- «una perfección que mira las miserias de la criatura, para aliviarlas y hasta para liberarla de ellas...»[10]. Y en otro lugar comenta: «Dios venció nuestra malicia con su bondad y poder infinitos»[11].
En este contexto se entienden muy bien aquellas palabras de Teilhard de Chardin que ilustran el camino eudiano: «Siento una especie de paz y de plenitud al verme avanzar dentro de lo desconocido, o, con más exactitud, en el seno de lo que resulta indeterminable en virtud de nuestros propios medios. Mientras vivimos en la zona de los elementos que dependen de nuestra libertad o de la de los otros hombres, tenemos la ilusión de que nos bastamos, y me parece que es entonces cuando nos estamos moviendo dentro de la enorme pobreza. En cambio, en cuanto nos sentimos dominados y zarandeados por un poder que nada humano sería capaz de controlar, experimento, casi físicamente, que Dios me agarra y me abraza más estrechamente, como si delante de mí desapareciera el camino y a mi lado se desvanecieran los hombres en su impotencia para una ayuda eficaz, y sólo Dios se hallara delante y en torno, espesándose a medida que uno avanza, me atrevería a decir». 
Amor trinitario
Además, el Dios de la revelación, el único Dios que existe, no es un ser impersonal, neutro o solitario. Es un ser-familia, un ser-comunión, un Dios-Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu. Su misterio no es la soledad, sino la compañía, el intercambio mutuo, la presencia recíproca, la donación total en conoci­miento y agapé. Y aquí entroncamos de nuevo con lo más original del pensamiento espiritual de san Juan Eudes: cuando por el bautismo nos insertarmos en Cristo, estsmos profesando nuestra fe en ese acontecer de la Gracia que justifica al hombre y que tiene un origen trinitario: «En nombre y con el poder de la Sma. Trinidad somos bautizados. En efecto, las tres divinas Personas se hacen presentes en el bautismo de una manera particular: el Padre engendrando a su Hijo en nosotros, y engendrándonos a nosotros en su Hijo... El Hijo naciendo dentro de nosotros y comunicándonos su filiación divina... El Espíritu Santo formando a Jesús en el seno de nuestras almas...»[12]. Y en otra parte comenta: «El Padre eterno al hacerte el honor de recibirte en sociedad con él (de asociarte a él) mediante el bautismo, como a uno de su hijos y como uno de los miembros de su Hijo, se comprometió a mirarte con los mimos ojos, a amarte con el mismo corazón y a tratarte con el mismo amor con que mira, ama y trata a su propio Hijo, pues eres una sola cosa con Cristo.... Y mucho más aún: se ha entregado a ti con su Hijo y su Espíritu Santo y ha venido a morar en tu corazón»[13]. Y «el mismo Jesús nos segura que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo moran en los corazones de los que aman a Dios»[14].
Por eso, la fe bautismal es una fe trinitaria. El “Credo” cristiano proclama la historia de la donación del Amor, en referencia a la manifestación de la Trinidad, que es el modo como Dios se da al hombre. Más que una síntesis de verdades teológicas el credo cristiano es la na­rración de cómo se entregó al hombre el Amor del Padre, a través del nacimiento, muerte y resurrección del Hijo Jesús, y en la fuerza del Espíritu Santo; amor que se da a la Iglesia y se interioriza en los creyentes como perdón de los pecados y como vida nueva comenzada: una nueva creación, explica san Juan Eudes[15]. Esto es lo que el pueblo de Dios cree explícitamente y, de alguna manera, conoce: que el abismo de misericordia del Padre se ha puesto de manifiesto en Jesús, el Hijo, quien ha dado su propio Espíritu y Vida a los que creen en él. Por eso al pueblo de Dios no se le pide que explicite su fe en la Trinidad en sí misma[16], sino en el Amor del Pa­dre, en la gracia de Jesús, el Hijo, y en la comunión del Espíritu Santo, tal como ese único Dios se nos ha dado. Pero, por supuesto, al hacerlo cree ya, implícitamente, en la Trinidad tal como es en sí misma[17].




[1] Cf. BROWN R. E., El Evangelio según san Juan. I, Madrid 1979, p. 323-348; MATEOS J. y BARRETO J., El Evangelio de Juan. Madrid 1979, pp. 197198.
[2] Oremos con San Juan Eudes, Magníficat.
[3] Cf. arriba, el cap. 2.
[4] S. Mª. ALONSO, El misterio de la vida cristiana, Salamanca, 1979, 2 a ed, p. 59.
[5] DM, 2.
[6] DM, 3.
[7] Cf. JUNGEL E., Dios como misterio del mundo. Salamanca 1984, pp. 403-423.
[8] OC VII, 9-10.
[9] OC, VII, 49-50.
[10] OC, VI, 34.
[11] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[12] OC I, 517.
[13] OE, p. 369.
[14]  OC VIII, 108
[15] SAN JUAN EUDES, Undécimo Coloquio, O. E., 2ª ed., p. 346.
[16]  Cf. RAHNER K., «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos teológicos, IV. Madrid 1961, pp. 105-136.
[17] Quizás por eso la Iglesia no vio, al comienzo, la necesidad de que el pueblo confesara esta fe explícitamente, como, de alguna manera, lo expresaría mu­cho más tarde el Símbolo atanasiano, cuyo uso se hizo habitual sólo a partir de la Edad Media.

lunes, 23 de enero de 2017

Oración a la misericodia divina¨San Juan Eudes


Los Asociados Eudistas de la costa norte de Québec invitamos a compartir esta oración extraída de las obras completas (tomo VII, páginas 7 y 8) de San Juan Eudes. Aprovechamos esta oportunidad para saludar a todas las comunidades e invitarlos a mantener la fe y la relación privilegiada entre los Eudistas:
“La Misericordia Divina es una perfección que mira las miserias de la criatura, para aliviarla e incluso para liberarla, cuando es apropiado según las órdenes de la Divina Providencia, que hace todas las cosas en número, peso y medida. Esta misericordia adorable se extiende, como la bondad, sobre todas las obras de Dios: las obras de la naturaleza, las obras de la gracia y las obras de la gloria.
Sobre las obras de la naturaleza, en que ha extraído de las tinieblas todas las cosas que están contenidas en el orden de la naturaleza, que estaban desde toda la eternidad en la oscuridad.
Sobre las obras de la gracia, en que el hombre había caído en el pecado, la misericordia divina no sólo lo retiró, sino que lo restauró en un estado de gracia tan noble y tan divino que lo convirtió en miembro de Jesucristo y hijo de Dios, Consecuentemente heredero de Dios y coheredero del Hijo unigénito de Dios


Sobre las obras de gloria, porque no contentos con haber ele- vado al hombre en el estado sobrenatural y sublime de la gracia cristiana, por la cual se hace partícipe de la naturaleza divina, elevándolo al trono de Dios, a la participación de su inmortal Gloria e incluso al disfrute de su felicidad eterna y de todos los bienes que posee.
Y así, todas las cosas que están en el orden de la naturaleza, en el orden de la gracia y en el orden de la gloria, son tantos efectos de la misericordia divina. De modo que se puede decir sinceramente que no sólo la tierra está llena de la misericordia
del Señor, sino que el
cielo, la tierra y todo
 el universo están llenos de ella; e incluso
 que se encuentra en
 el infierno, ya que
 según San Tomás y los otros teólogos, los condenados no son castigados tanto como merecían. Este es un efecto de la misericordia divina que se extiende sobre todas las obras de Dios.
.

martes, 17 de enero de 2017

En san Juan Eudes, vida y docrina de Jesús son inseparables

«Todos los autores espirituales ... recomiendan la imitación de Jesucristo. San embargo ... muchos se quedan en la exposición de los preceptos y consejos evangélicos, invocando los ejemplos del Salvador como un estímulo para la virtud y como regla de vida. San Juan Eudes no procede así. Igual que Bérulle y Condren, sus maestros en la vida espiritual, se empeña en no separar la doctrina de Jesús de su persona y de su vida...
Ante todo, debemos aprender a pensar y a querer como el divino Maestro. No es posible ser cristiano sin entrar en sus pensamientos y afectos, y lo somos tanto cuanto más entramos en ellos... La identificación con el divino Maestro se acaba en nosotros por la participación en los diversos estados y misterios de su vida...»[1].




[1] Ch. Lebrun, Introducción a las  O.C. de sanJuan Eudes.

lunes, 9 de enero de 2017

Misericordia, al estilo de Juan Eudes, implica adorar a Dios acogiendo en el corazón las miserias de los miserables

“Nosotros  adoramos  en  el  Padre  eterno  dos  grandes  e  inefables perfecciones... La primera es su divina Paternidad... La segunda.. es aquella que se expresa en las Escrituras, cuando se le llama "el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación, para hacernos ver que El lleva todas nuestras miserias en su corazón; que ellas lo conmueven vivamente (compasión: sufrir con...J ... y que tiene un deseo infinito de liberarnos de ellas”, escribió san Juan Eudes (1). (O.C., VII, 499-500).
Y es que el mensaje central de su espiritualidad es evidente: Jesús personifica la misericordia divina, la misericordia activa y viviente de un Dios que viene a salvar a los malheridos del camino a Jericó. En la persona de Jesús, Dios se acerca gratuitamente a quienes están en desgracia y son incapaces de liberarse a sí mismos.  
Todo esto porque Jesús es el Corazón humano de Dios - hermoso hallazgo teológico eudiano -  que se echa encima todas nuestras miserias para liberarnos de ellas. 
Y es esa misma actitud - "llevar en el corazón" - la que Dios nos  pide a nosotros frente al prójimo. Juan Eudes lo reitera, en diversas formas, a lo largo de sus obras: no hay otra manera de vivir el amor misericordioso de Jesús. Tal actitud traduce y resume una experiencia fundamental que atestigua todo lo demás: ser cristiano es ser capaz de abrirse suficientemente, desde lo más profundo, para acoger en su vida al "otro": a Dios, al prójimo, y, en particular, a quien experimenta cualquier tipo de miseria. Es esto lo que Juan Eudes llama “llevar en el corazón”[1]
Para él, un corazón auténticamente cristiano es aquel que, ante todo, sabe recibir y acoger a ese Dios esencialmente gratuito, pero que también, con Dios y como Dios, sabe acoger las miserias de los demás hasta tal punto que lo impresionen, lo habiten en lo más profundo de su ser, y lo dinamicen hacia una acción comprometida y  coherente.
La acogida que se da a las "miserias" de los otros y al amor de Dios, o, para decirlo mejor, la acogida que, a partir de mi propia miseria, le doy a la miseria del prójimo, es también acogida en el corazón de Dios. Por tanto, debe  tener tal profundidad que alcance el fondo de mi ser, y ponga en movimiento los mecanismos vitales del amor. Y esa reacción del fondo de mi ser se hace a la vez adoración y compasión, como dos aspectos de la misma realidad.
Acoger al otro en mi corazón toca y mueve el impulso fundamental de mi vida. Entonces, del fondo de mi  ser surge un movimiento hacia el otro y hacia el Otro así acogidos, y surge un compromiso que se expresa en la que podemos llamar «misión misericordia».
Ello implica ir profundizando la experiencia de la compasión, dinamizándola y aprendiendo a "llevar en el corazón" las miserias del que sufre. Hay un espacio interior, una cualidad y una totalidad de acogida donde la adoración y la compasión llegan a ser dos aspectos indisociables de la reacción del ser ante la misericordia divina quien se compadece "recibe" de Dios.
La capacidad de "llevar en su corazón" constituye la condición fundamental del compromiso. Es en ese sentido como a lo largo de todo el camino espiritual eudista se habla tanto de receptividad, de acogida del amor de Dios y de las miserias humanas, de interioridad, de reacción del fondo del ser, es decir, en el corazón.
Porque cuando lo que se acoge es la miseria del otro, tal como es llevada en el corazón de Dios, la ADORACIÓN a Dios se hace COMPASIÓN al hermano.
Así, en la experiencia de misericordia vivida en profunfidad se experimentan, al mismo tiempo, la adoración y la compasión, como dos aspectos de una misma reacción desde el fondo del ser:
- a la acogida, en su propia miseria, de la infinita bondad de Dios que salva (adoración)
- a la acogida de la miseria del otro (compasión)
La receptividad "hace germinar" o expresarse esta energía de adoración-compasión, y entonces se inicia el proceso de compromiso y de don de sí verdadero.


[1] O.C., VII, 499-500